El anuncio pasó casi desapercibido en medio de la Expo Prado 2024, entre los corrales de vacas premiadas, los remates televisados y los stands cargados de novedades tecnológicas. Pero en el espacio del Ministerio de Ganadería, Agricultura y Pesca (MGAP), el Banco República (BROU) dio a conocer una herramienta financiera que puede marcar un antes y un después en el modelo productivo del campo uruguayo. Se trata de una línea de créditos especialmente diseñada para fomentar el silvopastoreo, una práctica que combina árboles, pasturas y ganado en un mismo sistema, y que promete mejorar el bienestar animal, diversificar ingresos y abrir nuevas oportunidades para el sector.
El esquema del BROU no es menor: préstamos de hasta 60.000 dólares, con plazos de 15 años, hasta cinco de gracia y tasas preferenciales más bajas que las del mercado. El destinatario principal no es el gran terrateniente ni el empresario forestal, sino el productor ganadero pequeño y mediano, que tradicionalmente carece de capital para dar el salto hacia la diversificación. Con esta iniciativa, se pretende que ese ganadero pueda plantar árboles en sus potreros sin renunciar a la actividad que define su identidad y sustento: la cría de vacunos.
La presentación oficial tuvo, además de autoridades del BROU y del MGAP, a dos protagonistas que se han convertido en la cara visible del silvopastoreo en Uruguay: José Pepe Dutra y Ricardo García Pintos. Ambos productores, pioneros en la implementación de esta técnica, compartieron sus experiencias, sus errores iniciales y sus aprendizajes, convencidos de que el futuro del campo uruguayo pasa por sembrar más sombra.
El planteo es sencillo de explicar, pero complejo de implementar. El silvopastoreo propone que los árboles no sean enemigos de la pastura ni competidores de las vacas, sino aliados estratégicos. En lugar de los densos montes forestales que cubren miles de hectáreas, aquí se plantan hileras espaciadas de árboles, generalmente entre un 5% y un 8% de la superficie total del campo, lo suficiente como para dar sombra en verano, abrigo en invierno y, con los años, producir madera de calidad. La pastura sigue creciendo entre medio, y las vacas siguen pastando, con un beneficio adicional: menos estrés por calor o frío, lo que se traduce en mayor bienestar y mejores indicadores productivos.
“Es el árbol ordenado dentro de la ganadería”, explica García Pintos con entusiasmo. “Con apenas un cinco por ciento de la superficie arbolada, el impacto es impresionante. Es el galpón de invierno, el galpón de verano. Y, además, en unos años, es madera que se puede vender a buen precio”. Dutra, por su parte, aporta la visión práctica de alguien que sabe cuánto cuesta dar el primer paso: “El productor ganadero es ganadero. No muchas veces dispone –y menos el pequeño y mediano– de capital para introducir árboles. El crédito del BROU viene a salvar esa barrera inicial. Te permite empezar sin descapitalizarte”.
La inversión, según calculan, ronda entre 350 y 400 dólares por hectárea si el productor realiza la plantación por sus medios. Si se contrata un servicio externo, los costos pueden duplicarse. Allí es donde el crédito cobra relevancia: acompaña el ciclo del árbol, que tarda entre doce y quince años en llegar a su madurez comercial, con un plazo de pago igualmente largo.
El camino no estuvo exento de tropiezos. En los primeros ensayos, los pioneros cometieron errores de densidad. “Plantamos demasiados árboles por hectárea y terminamos con sombras que ahogaban el pasto”, recuerda García Pintos. Hoy, después de años de prueba y error, las recomendaciones técnicas son claras: franjas cada 20 o 25 metros, orientadas de norte a sur para aprovechar mejor la luz, con una distancia de tres a cinco metros entre árboles en cada hilera. La poda sistemática se vuelve clave, tanto para mejorar la calidad de la madera como para permitir que la luz llegue al pasto. El momento más delicado es el inicio, cuando los plantines recién se afirman en el suelo. Durante unos 18 meses conviene excluir al ganado de la parcela para que no dañe los árboles jóvenes. Sin embargo, con alambrados eléctricos se puede seguir pastoreando las franjas de pasto desde el primer día, lo que permite que el campo no pierda productividad.
El otro gran interrogante que frena a muchos productores es el destino de la madera. ¿Habrá mercado para esos árboles dentro de quince años? La respuesta de los pioneros es que sí, y con fundamentos. “Cuando un ganadero cría un ternero, no lo tiene vendido de antemano. Con los árboles pasa lo mismo: no están comprometidos, pero siempre encuentran salida”, dice Dutra. La madera bien podada, libre de nudos, tiene un alto valor en mercados internacionales, ya sea para muebles o para usos estructurales en construcción. Además, al no tratarse de montes densos, el riesgo de incendios es mucho menor. La pastura, de hecho, actúa como un cortafuegos natural.
García Pintos agrega un argumento económico difícil de ignorar: “La rentabilidad de un monte a quince años equivale al valor de la tierra. Es como tener un ahorro en pie, un plazo fijo que crece en el campo”. Y si el ciclo completo parece demasiado largo, existen alternativas intermedias: la venta de árboles jóvenes a inversionistas interesados en asegurar abastecimiento futuro. Eso permite monetizar parte de la inversión antes de llegar al corte final.
El silvopastoreo no solo introduce una nueva forma de producir, sino que también abre puertas a resolver un problema histórico: la sucesión familiar en el campo. En muchos establecimientos, dividir la tierra entre herederos vuelve inviables las explotaciones. El árbol ofrece una alternativa distinta: permite a quienes no viven en el campo participar de la renta forestal sin necesidad de fraccionar el predio. “Es una herramienta formidable para las sucesiones”, asegura García Pintos. “Una de las partes puede poner la ficha en los árboles, con una rentabilidad mejor que un plazo fijo, mientras los otros siguen con la ganadería”.
El respaldo institucional es otro factor clave. El MGAP, a través de la Dirección Forestal, ha manifestado su interés en promover el silvopastoreo como política pública. En julio de 2024, el anterior ministro visitó un establecimiento de la Asociación Uruguaya de Silvopastoreo, en una señal política de apoyo explícito. El mensaje fue claro: no se trata solo de una innovación de nicho, sino de una práctica con potencial para masificarse.
Sin embargo, los desafíos no son menores. La falta de información técnica sigue siendo un obstáculo: muchos productores desconocen cómo manejar la combinación de árboles y ganado. Se requieren manuales prácticos, capacitaciones y asistencia técnica en territorio. Otro desafío es la logística comercial: aunque la madera se suele vender en pie, la distancia a los puertos o aserraderos puede restar competitividad. Y el marco regulatorio también juega un papel. Hoy, la normativa solo permite forestar más del 8% de la superficie en suelos de aptitud forestal. Dado que el silvopastoreo trabaja con densidades mucho menores, se discute la posibilidad de exceptuarlo de esa limitación para facilitar su expansión.
Lo cierto es que, más allá de lo técnico y lo financiero, el silvopastoreo implica un cambio cultural profundo. Durante décadas, el árbol fue visto en el campo como un competidor: ocupaba espacio, proyectaba sombra sobre la pastura, generaba costos de limpieza. Hoy, la mirada se invierte, el árbol se convierte en aliado, en fuente de sombra y abrigo para los animales, en reserva de valor a largo plazo, en herramienta de diversificación. El BROU, al ofrecer un crédito diseñado a la medida de esta práctica, no hace más que oficializar una tendencia que ya venía germinando.
Dutra lo resume en términos simples: “Esto no es para dejar de ser ganadero, sino para seguir siéndolo con más confort, con más bienestar animal y con un ingreso extra a largo plazo”. En un país donde la ganadería es parte de la identidad nacional, ese argumento cala hondo. No se trata de reemplazar vacas por árboles, sino de combinar inteligentemente ambos mundos.
La apuesta es, en definitiva, sembrar sombra para cosechar futuro. Con créditos accesibles, con apoyo político, con productores que ya muestran resultados, el silvopastoreo se perfila como una revolución silenciosa en el campo uruguayo. Una revolución que no llega con discursos grandilocuentes, sino con árboles jóvenes creciendo en el medio de un potrero. Quizás dentro de quince años, cuando esos árboles se transformen en vigas, muebles o exportaciones, la verdadera dimensión de este cambio se vuelva evidente. Por ahora, el desafío es convencer a más productores de que vale la pena plantar. Y en eso, el BROU acaba de dar un paso decisivo.