Los dados, esa invención ancestral que convirtió el porvenir en un cruce entre el cálculo y el azar, ruedan hoy sobre el tablero de Uruguay con un estruendo sordo. No solo sobre el tapete verde de las grandes apuestas políticas, sino en el corazón mismo de nuestra convivencia. Hay una frase pronunciada por uno de nuestros entrevistados esta semana, el Dr. Jorge Patpatian, fundador de la Asociación Cristiana Uruguaya de Profesionales de la Salud, que resuena como un dado cargado en el debate público, retumbando con una certeza amarga: “En Uruguay es más fácil el trámite para matar a un ser humano que para vender una propiedad”. Esta sentencia, más que una crítica a una ley particular, es la cifra exacta de una paradoja nacional: un Estado que parece agilizar los caminos hacia la disolución –la muerte, la clandestinidad, la desesperanza–, mientras entorpece, con burocracia, costos y una lentitud asfixiante, todo lo que significa vida, iniciativa, arraigo y voz. Este fenómeno no es un error administrativo, sino el síntoma de una disfunción profunda, de una cultura que, sin proponérselo quizás, ha comenzado a invertir sus energías: eficiente para lo terminal, paralítica para lo germinal.
Esta perversa agilidad para lo sombrío se manifiesta de muchas maneras. Mientras un ciudadano libra una batalla kafkiana para registrar un negocio o heredar una casa, las estructuras del crimen organizado –como diagnostica esta semana el analista Edward Holfman– operan con eficacia corporativa. Planifican a diez años, explotan puertos, lavan activos en la economía formal y llenan con su ley violenta los vacíos que un Estado ausente deja en el territorio. Ofrecen, en su distorsión terrible, un “trámite” expedito para el dinero sucio y el control territorial, mientras el emprendedor legítimo naufraga en un mar de formularios, notarios y tasas que parecen diseñadas más para recaudar que para facilitar. La inseguridad que siembran no es solo un drama social, es el impuesto final, el sobrecosto existencial que se paga por una burocracia que desprotege y una presencia estatal que llega tarde, mal o solo para lo irremediable. El crimen llena el vacío con una lógica de mercado perversa; donde el Estado no ofrece seguridad, ellos la venden; donde no hay crédito, prestan; donde la justicia es lenta, imponen la suya.
Este mismo patrón se repite, de un modo más sutil pero no menos corrosivo, en el ecosistema de las ideas y la información. Como revela en esta edición Gustavo Gómez, director ejecutivo del Observatorio Latinoamericano de Regulación, Medios y Convergencia, las dificultades económicas que enfrentan los medios de comunicación están permitiendo que “muy pocas manos con mucho dinero” concentren lo que debería ser un bien público, una plaza de voces plurales, un ágora moderna. La Ley de Medios promulgada en 2024, en lugar de garantizar diversidad, parece haberse modificado para blanquear monopolios preexistentes y legalizar la acumulación indebida, indica Gómez. El Estado, lento y titubeante para proteger la voz local, la radio comunitaria, la competencia que oxigena el debate, resulta dúctil y previsible cuando se trata de que grandes capitales, muchos de ellos transnacionales, compren frecuencias y tejan influencia. Es la misma lógica perversa aplicada a otro ámbito: se permite y hasta se facilita la concentración que uniforma, que silencia las disidencias y homogeneiza el discurso, mientras que la iniciativa independiente, el medio local que da voz a su comunidad, se ahoga por desatención y asfixia económica. El silencio, al final, también es una forma de muerte. Un país que pierde sus medios locales se vuelve más vulnerable a los relatos monolíticos.
Lo que se consolida, entonces, no es un mero desequilibrio administrativo, sino una cultura. Es la cultura de la esperanza económica ahogada en un “costo país” que no cesa de crecer, una losa que aplasta a pymes, ahoga a productores y espanta a inversores. Es la cultura de la audacia innovadora estrangulada por un laberinto regulatorio donde cada permiso es una penitencia, cada inspección un suplicio y donde la energía creativa se gasta en navegar trámites en lugar de en crear valor. Es la cultura de futuro que tienen generaciones enteras que, ante la imposibilidad de acceder a una vivienda digna o los servicios básicos sin entregar su vida a una deuda injusta, ven postergados sus proyectos de familia, de arraigo, de construcción.
Uruguay, en un afán de erigirse en un laboratorio de vanguardias legales y sociales, ha descuidado los cimientos materiales y morales sobre los que se construye una sociedad pujante. Hemos sido ingenieros sociales audaces, experimentando en los márgenes –con leyes que son observadas en el mundo– mientras el centro, lo fundamental, se nos desmorona. El experimento ha sido, en algunos aspectos, valiente; sus resultados, en lo que hace a la vitalidad concreta de la nación, son de una mediocridad aciaga. Hemos perfeccionado el arte de legislar sobre el final de la vida, pero hemos olvidado el arte mucho más complejo y urgente de legislar para la vida en plenitud: leyes que dinamicen la economía, que simplifiquen el Estado, que incentiven la producción, que protejan la competencia, que defiendan al ciudadano de a pie de los abusos, ya sean de un monopolio, de un burócrata o de un narco. El laboratorio produce titulares admirables, pero afuera, en la calle, la fábrica social no produce la prosperidad prometida.
La economía que no repunta es el espejo más fiel de esta paradoja, pues se anhela el desarrollo, pero se mantienen intactos todos los frenos que lo impiden. Y en este contexto, la frase sobre la facilidad para morir adquiere una dimensión económica trágica: es más fácil desvincularse del sistema (incluso mediante la muerte legal) que integrarse a él con éxito. El “trámite” para fracasar, para rendirse, para desaparecer, está misteriosamente optimizado.
En definitiva, los dados están echados, pero no sobre un tapete lejano de abstracciones geopolíticas, sino aquí, en la crudeza de lo cotidiano. Exigir otra cosa no es nostalgia ni mero reclamo. Es sentido común puro y duro. Se trata de invertir radicalmente la fórmula imperante. De aplicar la misma eficacia técnica, la misma capacidad de planificación a largo plazo y la misma determinación ejecutiva que hoy se observan –con resultados espeluznantes– en los derroteros sombríos del crimen o de los protocolos terminales, a la tarea luminosa y ardua de construir un país donde vivir valga infinitamente más la pena que dejar de hacerlo. Los dados, después de todo, siguen en nuestras manos. Solo falta la decisión de lanzarlos hacia un destino diferente.




















































