El crimen organizado en América Latina dejó de ser un “fenómeno narco” para convertirse en un “sistema integrado” que controla rutas, puertos y territorios, según el análisis del especialista en la materia y director de The Guardian Group, Edward Holfman. Entrevistado por La Mañana, el experto advirtió que en Uruguay hay señales preocupantes, al tiempo que los países de la región intentan enfrentar a organizaciones que planifican “a 10 años” y avanzan en territorios a los que el Estado no llega.
¿Qué evaluación hace sobre la situación del crimen organizado y el narcotráfico en la región?
La situación regional hoy es más compleja que hace una década. El crimen organizado dejó de ser un fenómeno estrictamente narco para transformarse en un sistema integrado de delitos: drogas, lavado de activos, trata de personas, falsificación de marcas, cibercrimen, tráfico de armas y contrabando. En América del Sur estas estructuras funcionan como verdaderas corporaciones criminales, con logística, financiamiento, redes transnacionales y capacidad para disputar territorios al Estado. Brasil es hoy el centro de gravedad de ese ecosistema. Facciones como el Comando Vermelho (CV) o el Primer Comando Capital (PCC) se expandieron por gran parte del territorio de Brasil y operan hacia Paraguay, Bolivia, Argentina, Uruguay y Europa. Controlan rutas, puertos, hidrovías y mercados completos. A eso se suman instituciones débiles, prisiones desbordadas, aduanas y fronteras con recursos insuficientes y una corrupción que cuando aparece les abre puertas que deberían estar cerradas. El resultado es una región donde las organizaciones criminales ya no solo mueven mercancía, sino que también gestionan territorio, lavan dinero a gran escala y se integran en actividades legales que les permiten financiar su expansión.
¿En Uruguay se ven señales preocupantes?
Sí, desde hace tiempo. Uruguay no es un país violento a nivel regional, pero se transformó en un punto logístico atractivo. Tenemos puertos estratégicos, zonas francas, un sistema financiero moderno y una reputación histórica de “país tranquilo” que muchos criminales han sabido explotar. Ya vimos laboratorios de drogas sintéticas, cargamentos de cocaína contaminados en tránsito, lavado de activos en inmuebles, comercio, turismo y sectores donde se mueve mucho efectivo. Todo esto no es casualidad, es respuesta a oportunidades, no a improvisaciones. Informes de inteligencia ya identifican la presencia de grupos brasileños y la articulación de grupos locales al servicio de esas organizaciones y, mientras seguimos discutiendo si está pasando algo o no, ellos avanzan en logística, lavado, control territorial y reclutamiento.
Dada su experiencia, ¿cuáles son las estrategias más eficaces contra el crimen organizado?
Funciona lo que es integral y sostenido. Lo que es improvisado o mediático dura semanas. Las estrategias efectivas son una buena inteligencia, mapas delictivos, vínculos financieros, análisis de redes, flujos y actores. Sin una inteligencia real, no hay política criminal posible. Investigación patrimonial, decomisos, embargos, congelamientos de cuentas y persecución de testaferros. Atacar el dinero es más eficiente que incautar toneladas de drogas. Control penitenciario, pues muchos grupos criminales nacen o se organizan en la cárcel. Si no se controla la cárcel, todo lo que se haga afuera se pierde. Integridad institucional, combatir la corrupción policial, judicial, aduanera, política. Una sola persona corrupta puede abrir la puerta que permite millones de dólares en droga. La presencia del Estado, la policía, pero también salud, educación, saneamiento, transporte y servicios. Si los criminales llenan esos vacíos, la comunidad termina dependiendo de ellos. Cuando estos elementos trabajan juntos, el crimen organizado retrocede; cuando falta uno solo, vuelve a crecer.
En los últimos años hemos visto operativos policiales de gran escala en Río de Janeiro, pero el ocurrido contra el CV el 28 de octubre fue sin precedentes. ¿Cómo analiza la eficacia de este tipo de acciones?
Fue un operativo masivo, el más letal en la historia reciente de Río, y mostró la capacidad del Estado brasileño de desplegar una fuerza enorme en muy poco tiempo. Desde el punto de vista táctico, afectó mandos medios, logística y depósitos del CV. Pero, desde el punto de vista estratégico, dejó dudas: son acciones de alto impacto mediático, muy violentas, que generan un golpe momentáneo, pero no necesariamente cambian la correlación estructural. Si el Estado no ocupa el territorio de forma sostenida, si no corta el financiamiento, si no controla las cárceles y no sustituye a la facción con servicios, la estructura se reacomoda. Este tipo de operativos sirven como un mensaje de que “el Estado todavía puede golpear fuerte”, pero si queda solo en eso, sin continuidad ni planificación, termina alimentando la narrativa de las facciones y reforzando el ciclo de violencia.
¿Qué consecuencias podría tener este golpe contra el CV a nivel regional?
Cuando se golpea una facción de este tamaño, el primer efecto es el reacomodo, cambios de liderazgos, ajustes en las rutas, violencia interna y desplazamiento territorial. Ese desplazamiento muchas veces llega a países vecinos como Paraguay, Argentina y Uruguay que ya vivieron situaciones similares con el PCC. También puede aumentar temporalmente la violencia en las zonas donde el CV pierde poder y otras facciones intentan ocupar ese espacio. En términos generales, probablemente observemos mayor presión para endurecer marcos legales y discutir la posibilidad de tratar a estas organizaciones como terroristas, algo que ya se debate en Brasil. No hay golpes locales cuando se trata de organizaciones criminales transnacionales: lo que pasa en Río repercute en toda la región.
Usted ha hablado en varias ocasiones del rol de las facciones en la “gobernanza” de ciertos territorios. ¿Es posible recuperar la presencia estatal en lugares que han sido tomados por grupos criminales o no hay vuelta atrás?
Es posible, pero no con discursos ni visitas esporádicas. Las facciones gobiernan porque llenan vacíos, imponen normas, resuelven conflictos, regulan horarios, cobran “impuestos” y dan una forma de seguridad –violenta, pero seguridad al fin–. Para recuperar esos territorios el Estado necesita tres cosas: continuidad, porque no sirve entrar un día con 2500 policías y desaparecer por tres meses; servicios, ya que, si no hay agua, saneamiento, salud, transporte o escuelas, la comunidad vuelve a depender de la facción; y la participación comunitaria protegida, pues las personas denuncian cuando saben que el Estado se queda, no cuando temen que la facción volverá en 24 horas. No existe un punto de no retorno, pero sí existe el desgaste, es decir, cuanto más tiempo gobierne una facción, más difícil y caro es desplazarla.
El crimen organizado brasileño opera con lógica transnacional. ¿Qué implica esto para los países del Cono Sur? ¿Considera que están a tiempo de frenar este fenómeno?
Implica que ningún país puede seguir pensando que esto se resuelve puertas adentro. Cuando el CV o el PCC actúan en la Amazonia, hasta los puertos atlánticos, y se conectan con Bolivia y Paraguay y las rutas hacia Europa, es imposible que Uruguay o Argentina no sientan el impacto. Para el Cono Sur significa una mayor presión sobre puertos medianos como Montevideo o Rosario, presencia de facciones en barrios vulnerables, lavado de activos en sectores inmobiliarios, turísticos. Estamos a tiempo, pero la ventana se achica, se necesita coordinación regional, inteligencia compartida, armonización legal, controles reales en puertos, fronteras y un combate serio a la corrupción. Si cada país actúa solo, las organizaciones criminales que planifican a 10 años van a marcar el ritmo. El crimen organizado avanza donde el Estado es débil y no tiene presencia real en el territorio.




















































