Si hay algo que ni el más optimista puede negar es que vivimos en una sociedad fracturada, polarizada, dividida. Todos somos seres humanos, todos tenemos la misma naturaleza humana y la misma dignidad en cuanto personas… pero estamos enfrentados.
Los enemigos de la familia están enfrentados a sus defensores. Los promotores del aborto y la eutanasia están enfrentados a quienes defienden la vida. Quienes procuran adoctrinar a los hijos ajenos están enfrentados a los quienes defiende su derecho a educar a sus hijos según sus principios y convicciones.
En este contexto, ¿es posible alcanzar un equilibrio, una tregua, un punto medio que permita superar la fractura y devolver al mundo la paz, al menos en estos asuntos? Después de todo –dicen algunos– “la verdad está en el medio”. ¿Por qué no negociar? ¿Por qué los cristianos, que tanto hablan de caridad, no deberían dejar de lado ciertos principios para ellos “no negociables”?
Es cierto que en muchos órdenes de la vida no solo es necesario negociar: es imprescindible. Por ejemplo, cuando en la venta de un inmueble el vendedor pide 120, el comprador oferta 80 y la venta se cierra en 100. Cada uno cede algo y negociando se llega a un precio suficientemente satisfactorio para ambos, aunque distinto del que en principio hubieran querido.
Ahora bien, hay cosas que nadie está dispuesto a negociar. En un partido de fútbol que sale 4 a 2, los goles no se reparten equitativamente: uno gana y otro pierde. Y aunque uno de los dos equipos haya jugado magníficamente bien, si los goles los metió el adversario, “¡a llorar al cuartito!”. La hora tampoco se negocia: uno puede llegar más tarde o más temprano, pero no puede cambiar a su antojo la hora del lugar donde vive. No se negocia el clima, ni los impuestos, ni las multas de tránsito una vez hecha la boleta. Incluso en el matrimonio, suele ser mejor un “sí, querida” que entrar en negociaciones…
Algo similar ocurre con ciertos principios: entre el aborto y la vida, entre la eutanasia y la vida, no hay término medio: no es posible matar “a medias” a un ser humano. Tampoco es posible negociar los conceptos de “matrimonio” o de “familia”, como si cualquier tipo de arreglo o forma de convivencia entre privados pudiera ser considerado tal.
De modo análogo, los padres no pueden permitir que el sistema educativo adoctrine a sus hijos. Ni siquiera es admisible un “adoctrinamiento light” en materia política o sexual (“de género”). Desde que es prerrogativa de los padres elegir la educación de sus hijos, la instrucción que brinda el sistema no debería contradecir jamás los principios y convicciones que los padres procuran transmitir a su prole.
El derecho a la vida, el derecho a unirse en matrimonio y a formar una familia –tal como lo entiende la Constitución de la República–, y el derecho a educar a los propios hijos deben prevalecer siempre sobre cualquier imposición ideológica. Eso no es negociable, porque no hay manera de encontrar, entre las posturas en pugna, un punto medio. Por supuesto, ello no significa que debamos romper relaciones con quienes sostienen ideas disparatadas. Simplemente se trata de no caer en la trampa de creer que sus ideas son tan respetables como sus personas.
Pero ¿acaso la verdad no está en el medio? De acuerdo con la sentencia latina in medio virtus, lo que está en el medio no es la verdad, sino la virtud. Son cosas muy distintas. La virtud está en el medio de dos extremos viciosos, como una cumbre entre dos valles. La virtud de la valentía está entre el extremo por defecto de la cobardía y el extremo por exceso de la temeridad. Pero no hay medio posible entre la verdad y el error –o la mentira–, entre la muerte y la vida, entre un matrimonio y unos amantes, entre el adoctrinamiento escolar y el derecho a educar a los hijos. Lo que hay, en esos casos, es un abismo insalvable.
¿Por qué insalvable? Porque en el fondo, es fruto del rechazo y/o del olvido de Dios, que es quien imprime en el corazón de cada hombre, esa ley natural –participación de la ley eterna– de la que debería ser reflejo toda ley humana. Sobre esa ley natural, se funda nuestra Constitución.
Ahora bien, es algo ilusorio esperar que se respete la ley natural, en un mundo que pretende matar a Dios. ¿Por qué? Porque como bien dice Chesterton, “quitad lo sobrenatural, y no encontraréis lo natural, sino lo antinatural”. Para comprobarlo, basta con mirar las noticias…