La situación que vive el hombre en la actualidad se ha hecho profundamente paradojal. Por un lado, nos hemos podido asomar a las grandes dimensiones del espacio cósmico. Hemos podido llegar a la Luna y somos capaces de seguir explorando su amplitud. Por otro lado, hemos logrado penetrar en las más íntimas dimensiones de la materia, controlar la energía atómica y manejarnos en los niveles nanotecnológicos de la medicina. Sin embargo, llegamos a este siglo XXI sin ser capaces de evitar las guerras. ¿Cómo es posible? Cada vez hay más voces que reclaman con mayor urgencia un mayor “sentido de humanidad” Pero ¿qué es eso? Trataremos de dar respuesta a esa pregunta.
Experiencias emocionales típicamente humanas
El hombre de la era tecnoindustrial contemporánea ha logrado un desarrollo intelectual al que no se le ven límites: el mundo digital, la inteligencia artificial. Al mismo tiempo, se ha inclinado a acentuar la importancia de las sensaciones y experiencias sensoriales del mundo instintivo: deseos sexuales, agresión, miedo, hambre y sed. Así, el cuidado de la belleza corporal y la salud se han convertido en temas preferenciales. Pero entre lo racional y lo instintivo existe un ámbito sin el cual la comprensión de la vida humana no es posible. Es necesario entender que existen experiencias emocionales que no son propias de ninguno de esos dos niveles sino “típicas y específicamente humanas”.
La compasiónes uno de esos sentimientos típicos y exclusivos del hombre. Es un sentimiento que se produce al ver padecer a alguien y que nos impulsa a aliviar o remedar su situación. Su esencia consiste, como indica su etimología, en “sentir con” la otra persona. Esto significa que no miramos al otro “desde afuera”. como objeto de mi interés, sino que nos incluimos “como dentro” del otro. Vivo lo que el otro vive. Por tanto, en esta vivencia él y yo somos uno. Todo conocimiento del otro es verdadero solo si se basa en vivir dentro de mí lo que él vivencia. Si no ocurre así, el otro sigue siendo objeto de mi conocimiento, puedo conocer infinidad de cosas sobre él, pero a él no lo conozco. Para que se dé esta clase de conocimiento que supera la separación entre el observador y lo observado, se requiere, naturalmente, la condición humana que cada persona lleva dentro de sí, que no hay nada en el otro que no podamos sentir dentro de nosotros mismos. Un pensador argentino calificó esta relación, acertadamente, como “connaturalidad afectiva” (Lucio Gera). Conocer a las personas, en el sentido de conocernos compasiva y empáticamente, requiere que nos liberemos de los reducidos lazos de una sociedad, raza o cultura dadas. Y que penetremos en lo profundo de esa realidad humana en la que no somos más que humanos.
En este ámbito, existen varias nociones que están emparentadas como miembros de una misma familia y que a veces se confunde. La empatía es la experiencia de coincidir con un sentimiento del otro, como “estar en la misma onda”, en conexión o sintonía. Por ejemplo: compartir el mismo entusiasmo por el fútbol que experimenta el otro. A veces resulta un reflejo espontáneo, como ver a la víctima de un robo y sentir el mimo miedo o angustia que ella. La identificación con otra persona es un proceso esencial en los seres humanos, que queda en evidencia incluso en los bebés, que empiezan a reflejar las expresiones faciales y los movimientos corporales de su madre ya en sus primeros días de vida. La compasión, más intensa que la empatía, es compenetrarse con el sufrimiento ajeno y desearle un alivio. Y la misericordia es la actitud de prestarle ayuda a ese sufrimiento Supone la comprensión de que la situación requiere acción. La compasión supone la empatía y la misericordia es poner en acción el deseo de la compasión hacer algo al respecto. La misericordia es el fruto natural de la compasión. Y la solidaridad, como positiva actitud de generosidad y cuidado de los demás, resulta psicológicamente incomprensible sin el motivo de la compasión. Por otro lado, el altruismo, que es “una acción que beneficia a otra persona,” puede estar acompañado o no por empatía o compasión. Por ejemplo: en el caso de hacer una donación de libros de mi biblioteca que ya ocupan demasiado lugar.
En ciertas culturas “caballerescas” se ha supuesto que recibir compasión es una indignidad, una inferioridad, hacer un triste papel, expresado con un “No quiero que me compadezcas”. Allí no hay otra cosa que un oculto orgullo herido. Se desconoce que, en la auténtica compasión, que no es lástima, están en el mismo nivel de dignidad el que compadece y el que es compadecido y merecen igual respeto.
Desde la tradición más remota
El principio de compasión está en el corazón de todas las tradiciones filosóficas, éticas, religiosas y espirituales. En la tradición griega, atendieron a su importancia grades figuras como Homero, Sócrates, Aristóteles1 y Platón. La compasión en Sócrates no es algo sentimental, sino una comprensión profunda de la ignorancia humana, una virtud que dispone a la indulgencia y al perdón. Y dice:“Sé amable, pues cada persona que conoces libra una dura batalla”. Incluso perdona a sus acusadores, porque considera que actúan por ignorancia. Esa comprensión de la compasión fue evolucionando: de una emoción intensa (eleos) a un concepto más amplio de simpatía y amor por el prójimo (filantropía), y, con el término “conmoverse en las entrañas” (splogchnisomai) se sentaron las bases para entenderla no solo como tristeza, sino como un impulso hacia la acción para aliviar el sufrimiento, un precursor de la compasión cristiana. Por otro lado, las diversas religiones del mundo enfatizan la importancia de la compasión como virtud fundamental. Y con ligeras variantes de expresión, el mensaje subyacente se centra en la empatía, la bondad y el alivio del sufrimiento. En el Credo cristiano la compasión y la misericordia ocupan un papel fundamental a través de expresiones categóricas como: “Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia” (Mt 5.7). Y toda la moral cristiana tiene como base la llamada “regla de oro”: “Todo lo que deseen que los demás hagan por ustedes háganlo por ellos; en esto consiste la Ley y los Profetas” (Lc 6.31). Y en el orden de las figuras simbólicas referentes a la misericordia tienen perfiles inolvidables: la del Buen Samaritano (Lc 10.25) y la del Padre misericordioso y el hijo pródigo (Lc 5. 11-32). Además, abundan las expresiones que contienen alguna referencia a la misericordia, como aquella “El que no ama a su prójimo, a quien ve, ¿cómo puede amar a Dios, a quien no ve?” (1 Jn 4.20-21).
Ya en los siglos más recientes, entre los filósofos dedicados al tema, se destaca la figura de Schopenhauer, para quien la compasión es elfundamento de toda moralidad, ya que permite trascender el egoísmo. Reconociendo la unidad fundamental de todos, el ser humano logra sentir el sufrimiento del otro como propio. Y en la historia contemporánea, las figuras señeras de la compasión resultan, con perfiles admirables, Gandhi y Teresa de Calcuta.
Un peligroso camino
Compasión, como tema, se ha diluido en nuestro mundo moderno. Al igual que la palabra “empatía”, ha llegado a representar una especie de emoción pasiva y sentimental. En nuestra comprensión moderna, ser compasivo es sentir lástima por alguien. Pero esas dos cosas no son ni de lejos lo mismo. En un mundo que celebra el poder, la competencia y la dominación, las virtudes amables pueden malinterpretarse como signos de fragilidad. Pero la verdad es que detrás de la bondad está la fuerza del carácter, el autodominio y la claridad moral de la persona bondadosa.
En este nuevo orden, el progreso, su piedra fundamental, es entendido básicamente como el progreso económico, el aumento de la producción y la creación de un sistema tecnocrático cada vez más eficiente. Y son virtuosas solo las cualidades humanas que estén al servicio de ese progreso. La compasión será siempre un obstáculo para esa mentalidad, que no tiene reparos en la explotación despiadada del trabajador, ni en la destrucción de un competidor, ni en la profusión de la propaganda de una formidable cantidad de productos inútiles. Regirse por esa norma ética central, permite a los individuos obrar sin remordimientos cuando se conducen de una manera inhumana. Se vive y se actúa “como si Dios no existiera” y como si la condición humana no tuviera ningún derecho a ser respetada. Para ellos, la compasión no será otra cosa que un inexplicable sentimentalismo o una ingenuidad religiosa, o una redonda estupidez.
Esta tendencia se fue manifestando plenamente después de la Primera Guerra Mundial. Durante ese conflicto, el principio del emplear sin restricciones la fuerza como medio para alcanzar fines políticos, se hallaba todavía frenado por la consideración humanitaria de no matar a civiles inermes. Se mantenían al menos los límites entre el terreno militar y la sociedad civil. Pero desde entonces, esas consideraciones han desaparecido. Durante la Segunda Guerra Mundial se fueron naturalizando la destrucción de poblaciones civiles por medio de ataques aéreos. Y así se fueron sumando: los métodos de destrucción de campesinos ajenos al combate, el empleo de la tortura en los regímenes de Hitler y de Stalin, la bomba atómica, la masiva supresión de personas en los campos de concentración… Y en nuestros días, el colmo del salvajismo, con poblaciones urbanas expuestas sin piedad a la destrucción total en cualquier momento, víctima de los misiles, con el pánico permanente que significa vivir en ese estado. ¿Quién tiene la experiencia de ver personas de su entorno “conmovidas” por ese espectáculo? Se las ve solo “informadas” a través de noticias periodísticas que les trasmiten con igual sequedad emocional tanto el desempeño de Messi como la aniquilación de un centro urbano con misiles o el pronóstico del tiempo. Acaso hay miedo, pero no compasión.
“No somos una especie carente de inteligencia, de ingenio o creatividad. No nos faltan aspiraciones o proyectos de progreso, visión o innovación. Pero somos una especie que no duda, sino que enaltece el exterminio del enemigo, aunque sea una población inocente. Lo que le falta a la humanidad, especialmente en este momento más que otros, es compasión” (EB Johnson).
Por otro lado, los actos compasivos han sido reemplazados por la filantropía, forma enajenada y organizada burocráticamente para tratar de satisfacer la conciencia moral. Se regala dinero a menudo “mal habido” obtenido en forma ilegal o por injusticia con obreros, aparentando contribuir al bienestar público. Y otras veces, formas de beneficio social tienen motivaciones ajenas a la compasión: buscar la expansión del mercado de consumo, advertir el creciente poder político de los pobres, temor a una revolución, hacer donación con fines fiscales, etcétera. La real mentalidad vigente en la sociedad actual, disimulada con pretextos y seudo justificaciones, se resume en la expresión habitual: “Yo soy una persona honesta, cumplo con la ley y no perjudico a nadie. Y no tengo tiempo para ocuparme de otros. Eso de ayudar a los pobres o cosas por el estilo les pertenece a las monjas”.
Nos cuesta la sinceridad de admitir una verdad: “Una sociedad que en sus formas de organización social, producción y consumo hace difícil la solidaridad y la fraternidad humana es una sociedad alienada”. Si un sistema sociocultural, con su estilo de vida, no incentiva el desarrollo de los aspectos más excelsos del ser humano ¿para qué sirve? Promueve la deshumanización. Para reparar las desviaciones culturales que han perdido el rumbo, se impone entonces una “conversión del corazón”. Siendo la compasión una experiencia típicamente humana, ese aumento de la crueldad y esa creciente falta de compasión llevan a hacer peligrar un sentido básico de la condición humana.
1 Aristóteles agrega a la definición: “Dolor ante un sufrimiento que puedo padecer yo o un amigo”. Expresión equivalente a lo que decía el papa Francisco cada vez que salía de visitar una cárcel: “¿Por qué a ellos y no a mí?”.


















































