Rota rama astillada que pende año tras año
Seca cruje en el viento su canción
Hermann Hesse
Cuando el 1º de marzo Yamandú Orsi asumía la Presidencia de la República, el escenario que se dibujaba –lo intuíamos– era desafiante. Luego de cinco años en la oposición, el Frente Amplio (FA) retornaba al gobierno con una victoria contundente, pero sin mayorías parlamentarias. Desde entonces, han pasado poco más de 100 días de gestión, que no han sido suficientes para vislumbrar los contornos de una nueva etapa política que deberá conciliar proyectos de transformación con acuerdos imprescindibles. La racionalidad política, en este marco, aparece como condición necesaria para la gobernabilidad en un país que mira con prudencia el porvenir y que debe alejarse de cualquier tipo de polarización que no sea proclive a los consensos.
De hecho, el nuevo gobierno liderado por Orsi ha tenido un inicio con tónica moderada, apostando por transmitir una imagen de serenidad, apertura al diálogo y priorización de los problemas estructurales: el empleo, la seguridad social, la educación y la inserción internacional. Sin embargo, esa disposición racional de la política interna convive con un viento fuerte que sopla desde varios frentes; a nivel externo: la volatilidad del escenario internacional, la presión inflacionaria global, las tensiones geopolíticas y un contexto regional cargado de incertidumbres; y a nivel interno: crecimiento lento, déficit fiscal estructural y presión cambiaria.
Por esa razón, en estos cien días, el Ejecutivo ha querido restaurar en la opinión pública una visión más planificadora del Estado, sobre todo a través de la figura de Gabriel Oddone, quien liderando el Ministerio de Economía ha contribuido a dotar de solvencia técnica al discurso oficial, a pesar de las críticas internas del Frente Amplio. Oddone ha planteado con claridad los desafíos fiscales y productivos que enfrenta el país, sin caer en simplismos. El enfoque gradualista, la revisión de prioridades presupuestales y los primeros pasos hacia una reforma tributaria progresiva han sido bien recibidos por los mercados, aunque con atenta observación, pues en el fondo no se trata de innovar porque sí.
Además, el problema de fondo, y que reclama mayor atención en la ciudadanía, es el costo país y de la falta de competitividad, que no solo impiden sostener un negocio o una empresa, sino que tampoco generan vías que permitan una mayor movilidad social. Porque para la mayoría de los uruguayos, este país se encuentra en un estado de estancamiento, no solo económico, sino también a nivel de las ideas dentro del sistema político.
Y en ese sentido, es evidente que esta racionalidad técnica necesita complementarse con una racionalidad política, que es más difícil de alcanzar cuando no se cuenta con mayoría en la Cámara de Diputados y cuando algunos actores políticos no dan la talla. En este punto, el papel de la oposición cobra una relevancia fundamental. La responsabilidad de los partidos que hoy ocupan las bancas de la oposición (Partido Nacional, Partido Colorado, Cabildo Abierto) no es menor: se trata no solo de controlar y criticar, sino de contribuir a una arquitectura política funcional. En Uruguay, la cultura de acuerdos interpartidarios tiene antecedentes valiosos, y este nuevo ciclo podría consolidar esa tradición.
El propio presidente Orsi ha enviado señales en esa dirección: evitar el tono de la confrontación constante, reconocer los logros de la administración anterior y tender puentes legislativos. Queda por ver si esa voluntad de cooperación se mantendrá a lo largo de estos años o cuando el debate se vuelva más intenso en algún tema puntual. La racionalidad de la política, como toda virtud, debe probarse en la acción, no solo en las intenciones.
Mientras tanto, la región y el mundo no dan tregua. La guerra en Ucrania persiste. A eso se suma la creciente tensión en Medio Oriente, con una posible escalada entre Israel e Irán que amenaza la estabilidad global. En ese marco, América Latina enfrenta una desaceleración general de sus economías. El crecimiento de Brasil se estanca, Argentina sigue inmersa en una reestructuración traumática y Chile lidia con sus propias transiciones institucionales. Uruguay, como pequeña economía abierta, no es ajeno a estos movimientos.
Según proyecciones del FMI, el crecimiento regional será inferior al 2% en 2025. La demanda externa para las exportaciones uruguayas podría disminuir, mientras que los precios de insumos como el petróleo podrían mantenerse altos. Esto tensiona las cuentas fiscales y presiona sobre la competitividad de sectores como la agroindustria y el turismo. Oddone ha advertido sobre la necesidad de aumentar la productividad sin recurrir al ajuste del salario real. Para ello, el gobierno prevé estimular la inversión en infraestructura, tecnología y capital humano, pero necesitará respaldo político.
En este escenario, los primeros 100 días del gobierno del Frente Amplio pueden ser leídos como una invitación a revalorizar la sensatez tras las pretenciosas promesas de campaña. Está claro que no hay espacio para maximalismos. Y que lo que le toca al FA es acompañar a este gobierno con madurez, con todo lo que ello implica: saber negociar, ceder, ajustar y avanzar sin perder rumbo. La oposición, por su parte, tiene la oportunidad de ejercer una crítica firme pero constructiva, que no apueste al desgaste sistemático sino a la mejora institucional. Y en esa línea, como bien expresó en exclusiva para esta edición de La Mañana Luis Almagro –excanciller y ex secretario general de la OEA– “Uruguay tiene la responsabilidad de inducir racionalidad política en los procesos de relacionamiento de los países y gobiernos de la región. Esta racionalidad política es hoy más necesaria que nunca, pues tenemos que volver a pensar para actuar políticamente. Hoy la región tiene un problema: en el sistema político y social priman las emociones y, peor aún, priman las emociones negativas”.
En definitiva, ese “fuerte viento que sopla” no es solo una metáfora climática con reminiscencias musicales. Es el conjunto de presiones exógenas e internas que desafían la capacidad del sistema político uruguayo para actuar con eficacia y pragmatismo, sin perder la institucionalidad que nos ha caracterizado a lo largo de la historia. La racionalidad de la política, en tiempos como estos, no es una opción estética ni discursiva: es la única garantía de que el país pueda sostener sus logros, corregir sus debilidades y enfrentar los vendavales que, sin duda, seguirán soplando.