La Constitución de la República es nuestra máxima norma jurídica, fue votada por el pueblo uruguayo y representa su determinación de vivir de acuerdo con su voluntad. A eso se le llama independencia.
El artículo 26 de la Constitución establece: “A nadie se le aplicará la pena de muerte. En ningún caso se permitirá que las cárceles sirvan para mortificar y sí solo para asegurar a los procesados y penados, persiguiendo su reeducación, la aptitud para el trabajo y la profilaxis del delito”.
El pasado 5 de junio fue remitido a prisión el coronel Romeo Minoli, de 91 años, acusado de malos tratos a detenidos cuando era jefe de un batallón hace medio siglo. No insistiremos en dudar de la veracidad de los testimonios que se esgrimen para llegar a la imputación. No es necesario. Los principales protagonistas tupamaros lo han dicho públicamente: se han tejido falsos testimonios para acusar a militares. ¿Y?
Minoli no es el primer nonagenario en ser llevado a prisión en los últimos tiempos por acusaciones relacionadas al pasado reciente. ¡Personas de más de 90 años presos en Uruguay! ¿Cuál es el peligro que hoy representan para la sociedad para que deban estar en prisión? ¿O acaso se los piensa reeducar como reza la Constitución? ¿Alguien duda de que la prisión significa en estas personas un alto grado de mortificación? Exactamente lo que la Constitución prohíbe. ¿Dónde están los defensores de nuestra Constitución? Al igual que con la usura, ¿hay violaciones a nuestra Carta Magna que se pueden permitir? Solo hay una explicación para lo que está ocurriendo: estamos ante un proceso de venganza descarado frente a una opinión pública incapaz de reaccionar, confundida y envenenada con el relato falso de los hechos ocurridos, que victimiza a los agresores y culpabiliza a quienes defendieron a la sociedad. Un relato que se impuso durante décadas a través de la educación y los medios de comunicación, impulsado por una izquierda que hizo del odio el motor de su vida, y con la complicidad de políticos pusilánimes que nunca se animaron a llamar a las cosas por su nombre.
Resulta poco menos que increíble que el pueblo uruguayo puede vivir tan a espaldas de esta situación, tan indiferente a la venganza que se consuma a la vista de todos, con la audacia de los que se saben impunes. ¿Realmente a los uruguayos no les interesa la suerte de quienes un día, llamados por las instituciones democráticas del país, arriesgaron sus vidas para defender a la sociedad? ¿A los uruguayos no les molesta que haya inocentes presos? ¿Están de acuerdo con que 50 años después de ocurridos los hechos se siga encarcelando sin pruebas a personas de 80 o 90 años? Si así fuera estamos ante un lamentable y ostensible retroceso en la calidad humana de nuestra gente, otrora motivo de orgullo y sello distintivo del ser uruguayo. ¿Dónde está aquel pueblo que una y otra vez se levantó ante la arbitrariedad? ¿O acaso el sesgo militante de la justicia, brazo ejecutor de la venganza, no constituye un verdadero atropello al Estado de derecho?
Quisimos cambiar esta realidad y en 2020 y 2021 propusimos proyectos de ley para terminar con este bochorno que tanto nos avergüenza, pero quedamos solos en el intento. Teníamos las mayorías en la Coalición Republicana para dar vuelta la página que tanto daño nos ha hecho como sociedad, pero ni blancos, ni colorados ni independientes quisieron hacerlo. Seguramente fue más por miedo a la furibunda reacción de los mercaderes del odio que por convicción personal.
Tampoco quisieron acompañar el proyecto de ley que presentamos para tipificar el delito de prevaricato en jueces y fiscales que intencionalmente violan el derecho condenando a inocentes o exonerando a criminales. Nadie se animó a acompañarnos. Recién ahora, ante el caso Besozzi “descubrieron” que la Justicia está flechada, que hay magistrados que actúan antes que nada como militantes políticos.
Mientras tanto, seguimos escuchando a fiscales que dicen que en materia de pasado reciente si faltan las pruebas acusan por convicción. O a una jueza que dijo públicamente que el militar acusado debía probar su inocencia, o a una fiscal que creó hechos para imputar a un inocente, de acuerdo con lo dictaminado por el Tribunal de Apelaciones, o que se juzgue dos veces por la misma causa, o no se apliquen los tiempos de prescripción o no se respete la irretroactividad de la ley. Y asistimos sin reaccionar al sincericidio de Lucía Topolanski, ratificado por Mujica, de que se ha condenado a militares en base a falsos testimonios…
¿Realmente podemos hablar de democracia plena con esta caricatura de Justicia en la que no existen garantías para determinados acusados?
Pareciera que la indiferencia ha ganado a la mayoría de la opinión pública. Hace más de siete siglos Dante Alighieri les asignaba un lugar en el infierno a los tibios e indiferentes, quienes sufrían los peores castigos. ¡Ojalá los uruguayos escapemos a ese destino!