Según una tradición, fue Bolívar quien llamó a Alejandro Humboldt “Nuevo descubridor de América”, o “Segundo descubridor de América”, o “Descubridor científico de América”, que las tres versiones han corrido y corren. Lo habría hecho en París, en ocasión de una de las conferencias públicas en que Humboldt, recién regresado a Europa, ofreció las primicias de su célebre obra Viaje a las regiones equinocciales del nuevo continente, fruto del que hiciera con Bonpland, de 1799 a 1804. Tuviera ese origen u otro, es lo cierto que la expresión, de preferencia en la forma de “Descubridor científico de América”, se halla hoy universalmente consagrada.
En cualquiera de sus versiones, establece ella una relación o paralelismo entre Humboldt y Colón. También partiendo de España y con apoyo de la corona española, el sabio habría cumplido –al cabo de tres siglos– una hazaña “descubridora” del continente, digna de compararse de algún modo con la del navegante, por muy distintas que fueran la naturaleza de una y otra. La sola persistencia de la comparación prueba que encierra algo más que una ocurrencia ingeniosa. La amplitud de los descubrimientos científicos de Humboldt en tierras americanas, la justifica plenamente.
Sin embargo, hay otra y muy diferente relación de Humboldt con Colón, mucho más íntima y sustancial que la que se formula en aquella expresión, en gran medida formal o externa. Esa otra relación es la que deriva de haber sido Humboldt –aparte de todo lo demás que fue– historiador y filósofo del descubrimiento de América, poniendo particular acento, bajo uno y otro aspecto, en la personalidad de Cristóbal Colón. Esta relación no es absolutamente ajena a la primera. El interés de Humboldt por Colón y su hazaña se va manifestando después de su viaje, en estudios y reflexiones que se entremezclan a lo largo de su inmensa obra científica. Al fin resultan, no sólo inseparables de ésta, sino un motivo recurrente de la misma, hasta convertirse en la verdadera clave de su explicación de la idea del cosmos, lo que es tanto como decir de su cosmovisión.
Desde luego, el propio viaje fue lo decisivo. Su experiencia americana lo ligó de una manera definitiva, no solo científica sino filosóficamente, al fenómeno americano. Esa experiencia constituyó para él una directa revelación o iluminación, en su unidad profunda, de la total realidad natural e histórica, cósmica y humana. Su clásica concepción de la armonía fundamental de la naturaleza y la humanidad, directriz de todo su pensamiento, inicialmente inspirada por su amigo Goethe, es allí que se afirma definitivamente. Reconociendo en forma expresa aquella influencia goethiana, puntualizará más tarde en una carta:
…en los bosques de la Amazonia, lo mismo que en las crestas de los inmensos Andes, reconocí que un aliento vital único lo animaba todo de polo a polo, se derramaba en las piedras, plantas y animales, y en el pecho henchido del hombre.
Y si el fenómeno americano, considerado en su vasto conjunto, resulta de ese modo un fenómeno privilegiado en su biografía espiritual, en el seno del mismo se le aparecerá revestido de una singular significación histérico-filosófica, el gran hecho (en estricto rigor, euroamericano, como fue también el hecho de su propio viaje), del descubrimiento de América.
Objetivamente, tuvo en ello su influencia la circunstancia de que su viaje se cumpliera en un área tropical que en parte coincidió, y en general se asemejó, con la descubierta por Colón en el curso de los suyos; esto lo llevó a especulaciones conceptuales en torno a emociones e imágenes americanas del descubridor, no diferentes, en esencia, de las experimentadas luego por él.
Pero, por otro lado, subjetivamente –dicho sea a manera de hipótesis–, ¿no actuó además como oculto resorte psicológico, siempre en relación con su viaje, el que de inmediato se le llamara, y seguramente él mismo se sintiera, el “nuevo descubridor de América”, o el “segundo descubridor de América”, o el “descubridor científico de América”, es decir, el “nuevo Colón”, o el “segundo Colón”, o el “Colón científico”?
Es lo cierto que después de su memorable lustro americano, la personalidad de Colón y el hecho del descubrimiento se constituyeron para él en una especie de obsesión intelectual. Les consagra un interés histórico y un interés filosófico. Pero ni uno ni otro, desvinculados de su dominante tarea científico-natural.
El costado histórico del tema lo aborda a través de la geografía del nuevo continente y de la astronomía náutica; el costado filosófico, a través de la aspiración a una máxima síntesis científica de los fenómenos celestes y terrestres. Inserta así el asunto –el asunto del Descubrimiento– en una visión total, no sólo de la historia sino también del cosmos. Pero no como un capítulo más, entre tantos otros, sino como capítulo clave o acontecimiento culminante, en relación con su personal idea del progreso histórico de la razón y el espíritu humano, por el conocimiento científico del mundo exterior. En otros términos, como episodio cumbre de la marcha del espíritu racional en el seno del devenir cósmico.
El inicial Humboldt descubridor científico de América, no es, pues, ajeno al Humboldt historiador y filósofo del descubrimiento de América, que sobrevendría después. Más allá de un aparente juego de palabras, se expresa ahí un vínculo acaso decisivo para la comprensión del sentido que a través del tiempo va adoptando la totalidad de su obra.
Tal vínculo no puede dejar de incluir la honda adhesión afectiva con que, después de su viaje, quedó para siempre ligado a nuestra América.
Esa adhesión se tradujo en amistades duraderas, como, entre otras, la que lo unió a Bolívar; en el profundo interés y la declarada simpatía con que acompañó la causa y siguió la guerra de la Independencia; y –sobre todo– en su manifestado deseo de volver a nuestras tierras, como lo hizo su compañero Bonpland, para radicarse y morir en ellas. Difícil resulta no imaginar que la nostalgia de América llegó a ser, en su espíritu, una componente esencial de aquel pathos filosófico que está –el descubrimiento mediante– en el fondo de su histórica concepción del desarrollo progresivo de la idea del cosmos.
Arturo Ardao (Lavalleja, 27 de septiembre de 1912-Montevideo, 22 de septiembre de 2003) fue un filósofo e historiador de las ideas uruguayo, considerado uno de los iniciadores de esta disciplina en América Latina con un sentido continental. Se doctoró en Derecho y Ciencias Sociales en la Universidad de la República, institución a la que permaneció vinculado como profesor de Historia de las Ideas en América, director del Instituto de Filosofía y decano de la Facultad de Humanidades y Ciencias entre 1968 y 1972. Fragmento extraído del libro Espacio e inteligencia.




















































