La filosofía política, desde sus inicios, ha debatido entre dos impulsos aparentemente opuestos: la reflexión serena que busca principios eternos y la reacción urgente que exige respuestas inmediatas al dolor presente. El reciente y abominable crimen de un padre que asesinó a sus hijos y se quitó la vida nos coloca en el ojo de ese huracán. El dolor, comprensiblemente, pide acciones contundentes. Pero la historia y la buena filosofía nos advierten que legislar desde la emoción del momento suele ser el camino más corto hacia el error irreversible y la injusticia estructural.
En Uruguay, nuestra respuesta instintiva a cualquier crisis parece haberse convertido en un ritual previsible: el fetiche de la nueva ley, la derogación inmediata como símbolo de acción. Ante este crimen aberrante, ese impulso se ha dirigido hacia la Ley de Tenencia Compartida. Se la señala no como una pieza más en un sistema complejo, sino como una suerte de cómplice legal. Esta reacción, aunque comprensible en su pathos, es profundamente errónea en su logos. No solo por lo que dice sobre nuestro entendimiento del derecho penal y la responsabilidad individual, sino porque revela una tendencia peligrosa a sacrificar principios de largo plazo en el altar del apaciguamiento mediático inmediato.
Lo primero que debe demolerse con contundencia es la noción, tan en boga en ciertos discursos y activismos, de la culpa colectiva. Atribuir la maldad patológica de un individuo a todo un género –“los hombres”– o a una estructura social abstracta es un ejercicio intelectual fraudulento y una traición a los fundamentos más básicos del Estado de derecho. Porque el derecho se construye sobre el pilar inquebrantable de la responsabilidad individual. El crimen fue la acción de un individuo alienado, un hecho monstruoso pero excepcional. No es la manifestación de una norma ni un resultado previsible de una ley que busca, precisamente, lo contrario: proteger el vínculo fundamental entre un hijo y su padre.
Derogar la tenencia compartida como respuesta a este caso sería tan ilógico como desmantelar todo el sistema de transporte público cada vez que un conductor en estado de demencia provoca una tragedia vial. Se castiga a la inmensa mayoría de padres responsables y, lo que es infinitamente más grave, se vulnera un derecho fundamental de miles de niños, por los actos de una ínfima y patológica minoría. Es la aplicación perfecta de lo que podríamos llamar “la insoportable levedad del diagnóstico”: una solución simple, rápida y superficial para un problema complejo, profundo y multifacético.
El principio detrás de la Ley de Tenencia Compartida es sólido, justo y liberal: un niño tiene derecho a crecer con el amor, la guía y la presencia de ambos progenitores, siempre que ello sea posible y no exista un riesgo comprobado. La ley no obliga a los jueces a imponerla ciegamente; por el contrario, les exige que la consideren como el estándar deseable, evaluando cada caso en su singularidad. El instrumento legal está diseñado para proteger un derecho fundamental del niño, no para conceder un privilegio a los padres.
Ahora bien, ¿es perfecta su aplicación? Lejos de ello. El problema no es el principio de la ley, sino su implementación en un sistema judicial sobredimensionado, lento y frecuentemente disfuncional. Para colmo, parecería existir una “industria de la denuncia”, en la que las alegaciones falsas o sobredimensionadas se utilizan como estrategia para ganar ventaja en el proceso judicial. La Justicia, ante la saturación y la presión, suele optar por el camino más cautelar (y a menudo más injusto): el protocolo que deja a un padre fuera de la vida de sus hijos durante meses o incluso años, basándose en meras sospechas, vulnerando el principio de inocencia y causando un daño irreparable al vínculo parental.
La solución a este problema de aplicación marginal –y lo es, en comparación con la abrumadora mayoría de casos de padres que anhelan ejercer su paternidad de manera efectiva y sana– no es eliminar el derecho mismo. Eso sería como crear una nueva universidad para solucionar los problemas de la educación, en lugar de reformar y fortalecer las que ya existen. La solución auténtica es mejorar los protocolos, capacitar mejor a los operadores judiciales, dotar de más recursos a la justicia familiar y agilizar los procesos de evaluación de denuncias con peritos idóneos e imparciales. Derogar la ley es el equivalente a tirar el techo porque hay una gotera; se deja a todos desprotegidos para solucionar un problema puntual del sistema.
No obstante, para elevar el debate por encima de la discusión fanática, es útil acudir a John Rawls. Su visión de la familia como parte de la “estructura básica” de la sociedad y también como una esfera privada con vida propia es iluminadora. Para Rawls, los principios de justicia no dictan cómo debe ser la vida interna de una familia, pero sí establecen unos límites externos mínimos y fuertes. El Estado no puede ni debe meterse en cómo una familia decide organizarse internamente, pero tiene la obligación absoluta de intervenir cuando dentro de ella se vulneran derechos fundamentales, como en casos de abuso, negligencia o violencia.
La Ley de Tenencia Compartida bien entendida se enmarca perfectamente en esta visión. El Estado no está dictando cómo debe ser la relación entre padre e hijo; lo que está haciendo es garantizando, desde ese límite externo, el derecho del niño a tener esa relación. Al establecer la corresponsabilidad parental como principio, el Estado protege al más vulnerable (el menor) de quedar privado de uno de sus pilares afectivos y educativos por dinámicas de conflicto entre adultos. Derogarla sería que el Estado se retirara de su obligación de proteger ese derecho fundamental, dejando a los niños a merced de las disputas de sus progenitores.
Desde la otra vereda, la crítica feminista liberal, por ejemplo, la de Susan Moller Okin, alerta de que la “elección libre” dentro de la familia puede estar viciada por estructuras de poder injustas. Es una advertencia crucial. Pero la respuesta a esa desigualdad potencial no puede ser la eliminación de la figura paterna por defecto. Debe ser la promoción de una corresponsabilidad real y efectiva, y la existencia de mecanismos ágiles y eficaces para detectar y actuar contra verdaderos casos de violencia o incompetencia parental. La solución es mejorar el filtro, no cerrar la compuerta para todos.
El problema de fondo en Uruguay, como bien se apuntaba, trasciende con creces esta ley. Tenemos severos problemas de educación. No ya de instrucción de conocimientos, sino más bien humana y ciudadana. Una sociedad que no logra inculcar en sus individuos los valores del respeto, la tolerancia a la frustración, la gestión no violenta del conflicto y a ejercer sus derechos y obligaciones con responsabilidad seguirá produciendo tragedias espantosas, con Ley de Tenencia Compartida o sin ella.
Derogar esta ley sería un acto de una levedad política insoportable. Significaría que, como sociedad, hemos elegido la vía fácil de la restricción y la prohibición –el “fetiche de la ley nueva”– en lugar de la vía difícil pero constructiva de la educación, el apoyo psicosocial y la mejora de nuestras instituciones. Estaríamos recortando un derecho fundamental de miles de niños y padres responsables por los actos de uno solo que, en su locura, traicionó la esencia misma de la paternidad.
Honremos la memoria de esos niños no con reacciones viscerales que debilitan el entramado social y el principio de libertad, sino con la serenidad y valentía necesarias para abordar nuestros problemas reales: un sistema de protección a la infancia que necesita más recursos y mejor gestión, una justicia familiar más ágil y mejor preparada, y un compromiso colectivo inquebrantable con una educación en valores que forme ciudadanos íntegros. Ese es el peso que debemos estar dispuestos a cargar. La levedad de las soluciones fáciles solo nos condena a repetir la tragedia.