En más de una oportunidad hemos proclamado la necesidad de un riguroso cambio del sistema de proceso, es decir del instaurado por el nuevo Código del Proceso Penal que se aprobó por la Ley No. 19.293.
Para ello es necesario derogar el nuevo código vigente por entero, no hacerle cambios solamente, pues para instalar un verdadero sistema acusatorio –que es lo que se persiguió con el engendro actual– se hace necesario extirpar hasta su último vestigio. Esta es la opinión que han hecho pública autorizadas voces de los entendidos. También se ha dicho que una comisión que estaría por instalar o habría instalado el Poder Ejecutivo bajo la orientación del Dr. Jorge Díaz no sería lo más adecuado, por ser precisamente quien participó de su redacción. Coincidimos plenamente.
Seamos sensatos: si se quiere la redacción de un Código del Proceso en serio, hay que acudir a la cátedra y no a la improvisación.
Desde principios de 2015 en que se publicó la Ley 19.293 se nos vendió el nuevo Código del Proceso Penal como la panacea de sistema procesal acusatorio, sustituyendo al que se adjetivó como el anticuado y perimido sistema inquisitivo. Lo cierto es que aquel sistema, el derogado, realmente era mixto, con un principio inquisitivo y luego plenamente acusatorio y funcionaba mucho mejor que lo ocurrido después que fue suplantado por el actual.
Bajo el paraguas del acusatorio y alegando mayores garantías para los justiciables, entre las que se contaba con la oralidad, la publicidad y la superlativa garantía de un juez imparcial, se relegó a este, en la práctica abrumadoramente mayoritaria del proceso abreviado, al papel de un simple homologador de sus requisitos formales en incumplimiento flagrante del principio de inmediatez, piedra de toque para impedir que el magistrado condene sin verle la cara al imputado.
Con la posibilidad que brinda el nuevo código, más de un 90% elige la opción abreviada y en ese marco la Justicia premial se convierte en un mito, pues las antidemocráticas negociaciones que constituyen la base de la acusación y de la sentencia, no son un verdadero proceso penal sino un regateo cuasi comercial entre el fiscal y la defensa.
Diría más que una negociación, lo que existe es un intercambio de pretensiones entre situaciones tan desparejas, que permiten al fiscal un verdadero chantaje ante el cual el defensor puede hacer muy poco en beneficio de su patrocinado para sacarlo, después de su confesión, con la menor pena posible.
Esta desnaturalización del proceso acusatorio, que al parecer resulta de una imposición de un departamento de los EE. UU. y cuesta creer que un gobierno de izquierda lo esté apoyando en forma entusiasta y tan calladito la boca, admitiendo esa injerencia en temas del dominio doméstico, muestra a las claras la falta de conocimiento y la ausencia de la opinión de la cátedra, que no hubiera permitido un “proceso penal” sin verdadero proceso.
Obsérvese que las groseras inconstitucionalidades en que incurre el actual Código del Proceso Penal permiten imponer medidas cautelares (por ejemplo, la prisión) sin que conste la existencia de la semiplena prueba, o que sea el fiscal el que impone la sanción penal definitiva, o que el juez no tenga acceso a la prueba que recolecta la Fiscalía, o que sea sustancialmente el fiscal el que acusa y condena al mismo tiempo incurriendo de igual forma en el vicio que se adjudicaba al juez en el proceso inquisitivo por ser el mismo sujeto quien ordenaba la instrucción y también dictaba la sentencia de condena.
Todo esto no se arregla, como se aduce por algún interesado en defender el código cuya aplicación ha traído aparejado el mayor descrédito de la Justicia Penal en toda la historia, con la creación de un Ministerio de Justicia y Derechos Humanos.
También hemos manifestado nuestra oposición a la creación de otro ministerio y, además, con esa competencia. En primer lugar, por una razón de desproporción burocrática y de costos, en un país cuyas dimensiones, obviamente no necesitan de quince ministerios, cuando nuestra vecina Argentina tiene solamente doce. En segundo lugar, porque el contenido de sus competencias puede rozar, aunque fuere en mínimos aspectos, aquellas áreas que son privativas de otro poder del Estado, como es el Poder Judicial, a quien ni siquiera se ha consultado sobre el despropósito que sobrevuela en la mente de algunos voluntaristas.