Al comienzo de su capítulo sobre la virtud de la esperanza, dice Josef Pieper en su tratado Las virtudes fundamentales: “Un filósofo nunca podría pensar en explicar la esperanza como una virtud si no fuese al mismo tiempo un teólogo cristiano. Pues la esperanza o es una virtud teologal o no es en absoluto virtud. Es virtud solo por aquello por lo que es virtud teologal”. ¿Y qué es una virtud teologal? Es –sigue Pieper– “el imperturbable encaminamiento hacia una plenitud y una felicidad que no se le ‘deben’ a la naturaleza del hombre”. Esta “imperturbable dirección hacia el bien” ocurre, según Pieper, “solo y cuando se origina de la realidad de la gracia en el hombre y se dirige a la felicidad sobrenatural en Dios”.
Por eso, dice el Catecismo de la Iglesia Católica1:“La esperanza es la virtud teologal por la que aspiramos al Reino de los cielos y a la vida eterna como felicidad nuestra, poniendo nuestra confianza en las promesas de Cristo y apoyándonos no en nuestras fuerzas, sino en los auxilios de la gracia del Espíritu Santo”.
Cuando uno espera algo bueno, ya sea el cobro del sueldo, las vacaciones, un viaje, el día del casamiento o el nacimiento de un hijo, ansía que llegue el día, con “alegría adelantada”. Vive feliz hoy, esperando el bien futuro. Pero como el bien puede ser real o aparente, la diferencia entre la esperanza natural y la sobrenatural es que la segunda no puede volverse nunca hacia el mal. La esperanza sobrenatural, fruto de la gracia, nos permite vivir alegres en la Tierra, mientras aguardamos la vida eterna en el Reino de los Cielos.
No está de más recordar que la gracia, que normalmente nos llega a través de los sacramentos (Bautismo, Confirmación, Penitencia o Confesión, Eucaristía, Matrimonio, Orden Sagrado o Sacerdocio Ministerial, y Unción de los Enfermos) es una especie de “transfusión” que nos llena de la vida Dios y nos fortalece ante distintas circunstancias. Si estamos en “estado de gracia” y tenemos el alma limpia, es facilita la acción de la propia gracia en nuestras almas y nos ayuda a vivir más fácilmente las virtudes teologales.
“La virtud de la esperanza –sigue el Catecismo– corresponde al anhelo de felicidad puesto por Dios en el corazón de todo hombre; asume las esperanzas que inspiran las actividades de los hombres; las purifica para ordenarlas al Reino de los cielos; protege del desaliento; sostiene en todo desfallecimiento; dilata el corazón en la espera de la bienaventuranza eterna. El impulso de la esperanza preserva del egoísmo y conduce a la dicha de la caridad.” Sin embargo, dice Santo Tomás de Aquino2 que la esperanza con la que el hombre espera de Dios el bien como de un amigo proviene de la caridad.
Pieper afirma, por su parte, que “la esperanza es la espera tensa y confiada en la eterna bienaventuranza de la participación completa e intuitiva en la vida trinitaria de Dios; la esperanza espera la vida eterna, que es Dios mismo, de la propia mano de Dios”.
La esperanza es, además, la antesala del amor, y por eso, dilata el corazón: cuando estamos contentos –cuando nuestra vida tiene contenido–, salimos a contarle a aquellos que queremos, el motivo de nuestra felicidad. Por tanto, si gracias a la esperanza creemos firmemente en un Dios que nos ama y que nos espera con los brazos abiertos en su Reino, haremos partícipes a nuestros seres queridos de esta de esta santa alegría, ya que querremos reencontrarnos con ellos en esa vida que es ¡para siempre, para siempre, para siempre!
“La esperanza es “el ancla del alma” –dice el Catecismo–. Nos ayuda a no andar a la deriva. Es también un arma que nos protege en el combate de la salvación: “Revistamos la coraza de la fe y de la caridad, con el yelmo de la esperanza de salvación” (1 Ts 5, 8). Se expresa y se alimenta en la oración, particularmente en la del Padre Nuestro, resumen de todo lo que la esperanza nos hace desear.
No sabemos ni el día ni la hora de nuestra muerte. Por eso, es una buena costumbre pedir con frecuencia a Dios –sobre todo en situaciones de peligro– que nos ayude a perseverar hasta el final: que hasta nuestro último aliento, procuremos amar a Dios y a nuestros hermanos, empezando por nuestra familia. Vale la pena esperar el Cielo y luchar “el buen combate” para ganarlo. Con la gracia de Dios, esa lucha nos hará inmensamente felices.
1 Catecismo de la Iglesia Católica – 1817- 1821.
2 Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q. 17, a. 7, corpus.