Desde hace más de dos mil años, el nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo en un pesebre interpela a creyentes y no creyentes. A los creyentes, nos habla del inmenso amor de Dios por los hombres. De un Dios que se hizo uno de nosotros en la persona de Jesucristo, para salvarnos del pecado y de la muerte. Y a todos en general nos habla de amor humano, de humildad, de ternura, de austeridad… Mirando el pesebre, podemos aprender muchas virtudes.
¿Qué son las virtudes? Normalmente se definen como “hábitos buenos que se adquieren por repetición de actos”. Como contrapartida, los vicios son “hábitos malos que se adquieren –también– por repetición de actos”. Por ejemplo, un niño al que sus padres le enseñan a ser puntual, día a día, semana tras semana, mes tras mes y año tras año, probablemente adquirirá la virtud de la puntualidad. Sobre todo, si ve a sus padres ser puntuales. Los niños tienden en general a imitar la conducta de sus padres.
Claro que las virtudes, no solo pueden adquirirse de niños. Los adultos, hasta el mismo día de nuestra muerte, podemos y debemos luchar para crecer en virtudes. He escuchado más de una vez al P. Javier Olivera Ravasi decir que si lucháramos por adquirir al menos una virtud al año, al final de nuestra vida, seríamos santos. Tiene razón.
No es fácil, naturalmente. ¿Pero es posible? Sí. ¿Cómo? Practicándolas. Adquirir o perfeccionar una virtud, requiere esfuerzo, pero a medida que uno se va acostumbrando, se va haciendo cada vez más fácil. El hábito de ser madrugador se aprende madrugando. Diría un amigo: “Pateando las sábanas”… Al principio cuesta, pero llega un momento en que uno se despierta prácticamente solo a la hora establecida. Del mismo modo, a pedir perdón, se aprende pidiendo perdón cada vez que nos equivocamos. A rezar, se aprende rezando: si es posible, a una hora fija todos los días. A decir la verdad, se aprende siendo sincero, veraz, sobre todo cuando nos cuesta.
Lo que ilusiona de todo esto es que si nos decidimos a vivir a fondo las virtudes nuestro ejemplo puede contagiar a otros. Así, nuestro empeño por ser virtuosos puede llegar a cambiar nuestra comunidad, nuestra ciudad, nuestro país, y… el mundo entero. Eso es lo que hicieron los santos: a pesar de ser pecadores como nosotros, lucharon, procuraron vivir una serie de virtudes –humanas y teologales– “en grado heroico”. Y por eso la Iglesia los pone como ejemplos.
Nos proponemos publicar una serie –no necesariamente continua– de artículos sobre las virtudes que todo cristiano y todo ser humano debería luchar por adquirir. Soy consciente de que al hacer esto me estoy metiendo en un problema. Porque si mi querida esposa llega a leer estas líneas me va a preguntar –con razón–: “Y tú… ¿cuándo vas a mejorar tu carácter, a ser humilde, a estar siempre alegre, a no quejarte nunca por nada?”. No es fácil luchar contra nuestros defectos. Pero no por eso debemos dejar de intentarlo, aunque fallemos mil veces.
Empezaremos por las virtudes “teologales” –fe, esperanza y caridad– que en muy buena medida son un don de Dios. Sin embargo, siempre podemos crecer en ellas si le pedimos a Dios que nos aumente su gracia y si procuramos estar cada día más disponibles a recibir las mociones del Espíritu Santo para creer, esperar y amar más.
Continuaremos luego con las virtudes “cardinales”, es decir, las principales virtudes humanas, de las que derivan todas las demás: prudencia, justicia, fortaleza y templanza.
Finalmente, hablaremos de otras virtudes “humanas”, como la lealtad, la honradez, la laboriosidad, la valentía, la sinceridad, humildad, la obediencia…
Con este aporte, esperamos contribuir de algún modo, al crecimiento personal en virtudes humanas y teologales de nuestros lectores. ¿Con qué fin? Con el fin de servir mejor a nuestros hermanos los hombres y a Dios Nuestro Señor. Si tras cada publicación procuramos meditar a diario sobre la virtud propuesta, y adquirir una determinada virtud hasta hacerla parte de nuestra conducta habitual, pienso que todos podremos crecer como personas y como cristianos, y que nos acercaremos a lo que nos mandó Jesús: “Sed perfectos como vuestro padre celestial es perfecto” (Mt. 5, 48). No para ser parte de un club de perfectos, sino para cumplir lo más acabadamente posible con la voluntad divina. Y para irnos, cuando llegue el momento, al cielo, a contemplar por toda la eternidad, la bondad, la verdad y la belleza de Dios.