Cuando escuché que el nuevo papa había elegido el nombre de León, sentí una enorme alegría. Dicho nombre tiene una historia bíblica que se remonta a la afirmación de Jacob de que su hijo Judá tendrá el valor de un león, animal que poblaba en aquella época el Cercano Oriente y la propia Europa, y que ya en aquellos remotos tiempos era símbolo de fortaleza y valor. Así es que Judá conducirá una de las doce tribus de Israel a cuyo linaje pertenecerán David y Salomón. Posteriormente, se calificó al mismísimo Jesús, por pertenecer a dicho linaje, de León de Judá, representando la esperanza de reunir a todos bajo su autoridad.
Pero nuestra alegría estriba fundamentalmente en que presumimos que se trata del reconocimiento a un gran pontífice, como lo fue León XIII, autor en 1891 de la encíclica Rerum Novarum, piedra angular de la doctrina social de la Iglesia católica y que constituye el cerno de nuestro pensamiento social. La Rerum Novarum expresó principios superadores del liberalismo, responsable de los abusos económicos perpetrados en el siglo XIX contra los trabajadores, que dieron pie a la no menos nociva respuesta del marxismo.
La doctrina social de la Iglesia pretende que se reconozca sobre los fenómenos de la oferta y la demanda y la respuesta totalitaria del estatismo, que consagra eternas dictaduras burocráticas, hacer respetar una regla moral que impone la reciprocidad de los cambios, o la llamada también equivalencia de las prestaciones. Como enseña Carlos A. Sacheri, la primera formulación de este principio se debe a Aristóteles en su Ética a Nicómaco, determinando los principios de la justicia conmutativa, que el liberalismo niega en su afán de privilegiar el afán de lucro. La idea esencial consiste en sostener que todo intercambio de bienes debe suceder de forma tal que ambas partes puedan mantener la misma situación en la sociedad que tenían antes de la operación. Las relaciones de empleadores y empleados no se deben regir por la mera conjunción de fuerzas económicas o por la imposición totalitaria del Estado, sino por reglas de justicia que se impongan en la órbita social. Así como rechazamos el totalitarismo estatista, también rechazamos la negación de la necesidad de restauración de equilibrios que aseguren la justicia social, que una moderna expresión del liberalismo, autodenominada libertaria, pretende descartar o abominar, sin advertir que ello supone entronizar la ley del más fuerte.
La citada encíclica prescribe: “De lo cual se sigue que entre los deberes no pocos ni ligeros de los gobernantes, a quienes toca mirar por el bien del pueblo, el principal de todos es proteger todas las clases de ciudadanos por igual, es decir, guardando inviolablemente la justicia llamada distributiva”. Es que el Estado debe funcionar como árbitro superior de los intereses particulares, evitando los excesos egoístas que engendran un orden social injusto
El nacionalismo social cristiano que pretendemos practicar no es de derecha ni de izquierda, esquemática política en cuyo casillero encontramos las más variadas ideas políticas. Por ello hemos renunciado a esas etiquetas vagas e imprecisas y encontramos en el artiguismo de cuño eminentemente cristiano y en la doctrina social de la Iglesia católica referencias doctrinarias que constituyen un faro para iluminar la acción tanto en lo social como en lo económico y político.