Todos, o casi todos, criticamos. El asunto es qué criticamos, si simplemente criticamos por criticar, y cómo lo hacemos: con dureza, ironía, elegancia o espíritu positivo, constructivo, como ocurre en la corrección fraterna. A veces podemos callar alguna crítica, y está bien; y a veces podemos callar alguna crítica, y está mal. No siempre hay que callar, porque a veces ello equivale a tapar una herida infectada con una venda. Y en esos casos, el remedio suele ser peor que la enfermedad.
Más de una vez hemos dicho y repetido en esta columna que las principales críticas deben ir, en lo posible, hacia las ideas o hacia los actos concretos de las personas: no hacia las personas mismas. En primer lugar, porque lo que realmente merece la crítica, es la idea errónea o el acto malo. En segundo lugar, porque normalmente, no podemos conocer la intención última de una persona que dice un disparate o que actúa mal. Hoy son legión los que no saben qué está bien y qué está mal. El mareo cultural y educativo, y la ignorancia son dantescos.
Quienes tenemos el privilegio de poder opinar y a veces criticar desde los medios de comunicación tenemos también el deber de ser sumamente responsables, y de hacernos cargo de lo que decimos. A veces se observa una excesiva liviandad en las acusaciones. Abundan las generalizaciones y los juicios categóricos, sobre todo cuando se trata de instituciones. Es corriente que se acuse a instituciones enteras de ser corruptas, cuando los corruptos –que puede haberlos– son uno o dos miembros de la institución. Además, en el 99% de los casos, es altamente probable que los actos de corrupción realizados por esos miembros vayan contra los principios y valores que defiende y promueve la institución…
Es importante, además, que la crítica sea fundada y, sobre todo, que sea elevada, que deje una salida honrosa a la dignidad del aludido, salvo que la malevolencia del acto y la culpabilidad del acusado sean confesas. Pero incluso en esos casos, debería evitarse hacer leña del árbol caído. Porque no podemos clamar contra la decadencia de la sociedad, si con nuestra crítica ácida y falta de caridad, contribuimos a ella. “La mejor crítica –dijo alguna vez el escritor español Fernando Sánchez Dragó– es la que no responde a la voluntad de ofensa, sino a la libertad de juicio”. De un juicio –agrego yo– fundado en la verdad.
En efecto, a veces ocurre que quien critica no tiene la menor idea de las cosas que está criticando. Puede ser por ignorancia. Pero la ignorancia, en estos casos, implica falta de responsabilidad, de seriedad. Y puede conducir al crítico, a decir burradas. Por ejemplo, hace un tiempo, un columnista afirmó en un medio de prensa que la fundación Sophía pertenece al Opus Dei. Un disparate mayúsculo, si se tiene en cuenta que en la página web de la fundación, se informa que su presidente –y fundador– es el cardenal Daniel Sturla (salesiano), y que una de sus principales autoridades es un sacerdote jesuita… Errores como este minan seriamente la credibilidad de quienes los cometen.
Además, al decir de Henry Amiel, “la crítica convertida en sistema es la negación del conocimiento y de la verdadera estimación de las cosas”. Si la crítica de lo malo no se matiza con la alabanza de lo bueno, uno corre el riesgo de convertirse en un criticón estéril e insufrible, incapaz de ver y mostrar el lado bueno de las cosas.
A veces, la elegancia y la altura son difíciles de alcanzar cuando las ideas o acciones que se critican son descabelladas: ¿cómo encarar la crítica del lenguaje inclusivo, de quienes se casan con muñecos o consigo mismos, el “hobby horsing” (o equitación vegana) y otros disparates reñidos con el más elemental sentido común?
En estos casos, lo ideal es la crítica irónica, aunque sin llegar al sarcasmo. Chesterton, el maestro de la paradoja, se haría una panzada e ironizaría de lo lindo con la cantidad de barbaridades que hoy se asumen como ciertas, razonables y aun deseables, sobre todo por parte de quienes dicen no creer en la verdad, la ley natural o el sentido común. “Cuando se deja de creer en Dios, se termina creyendo en cualquier cosa”, dijo con acierto el famoso novelista inglés…
En suma, la crítica es necesaria, pero debe ser medida, sopesada, informada, responsable, constructiva. Tirar piedras porque sí, ni es crítica ni es una actitud propia de un homo sapiens: con suerte, es lo propio de un neandertal.