La simbólica fecha del 12 de octubre me sorprendió en la ciudad de Buenos Aires, a la que concurro periódicamente para rezar un Padre Nuestro y un Ave María por el descanso del alma de mis padres que allí contrajeron matrimonio y bautizaron a mi hermana Cristina. Luego, concurro al Cementerio de Chacarita, donde descansan los restos de mi madre y mis abuelos maternos, para honrarlos y agradecerles la vida que me trasmitieron. Conservo como un tesoro sagrado la fe que me trasmitieron mis mayores, legado espiritual que constituyó la brújula de mi vida, que como simple mortal no siempre supe interpretar correctamente.
Este legado personal y familiar no me pertenece en exclusividad, ya que lo comparto con millones de hombres y mujeres que en los términos antiguos son parte de la Raza, o sea de la Hispanidad. Nací en un país que tuvo la bendición de ser una prolongación de la mejor España de la historia, la que impulsaron los reyes católicos, doña Isabel de Castilla y don Fernando de Aragón. Los nacidos en América nunca estuvimos sometidos al yugo colonial, como equivocadamente muchas veces se piensa, sino que fuimos españoles de Indias, tal era el Estado que integrábamos y que se extendía desde más allá de lo que hoy es México hasta la Tierra del Fuego. Como bien señala Felipe Ferreiro, en la recopilación de sus trabajos que hizo su hijo Hernán, titulada la Disgregación del Reino de Indias, ello justificaba que habiendo nacido en cualquier lugar de Indias se considerara a la persona natural en cualquiera de los virreinatos o capitanías que le integraban. Mi sueño es que algún día con mi documentación de oriental, se me considere como natural de España o de cualquiera de las repúblicas hispanoamericanas. Por esa razón no he tramitado la documentación española o argentina, a la que tendría derecho y han obtenido muchos de mis familiares, entendiendo que los sueños deben acompañarse de actitudes concretas, aunque la pretensión pueda considerársele hoy como utópica.
Hace algunos años, cuando visitaba un comercio en Las Ramblas de Barcelona, una persona escuchó mi acento rioplatense y se me acercó para pedirme disculpas por las “barbaridades” que había hecho España en América. Rápidamente le respondí que no tenía nada de que disculparse ya que sus ancestros no habían hecho nada en América, que en todo caso entre los responsables de las “barbaridades” estaban mis ancestros, pero que yo estaba muy orgulloso de ellos, porque sin perjuicio de errores cometidos, habían contribuido a construir todas las capitales hispanoamericanas, cientos de otras ciudades, universidades, hospitales y orfanatos para criollos, indígenas y mestizos. A ello le agregué que, gracias a España, los que tenemos sangre indígena, nos libramos de los sacrificios rituales y del canibalismo y tuvimos la oportunidad de incorporarnos a la mejor civilización de la historia, la occidental y cristiana.
Me resulta incomprensible que haya compatriotas que muy sueltos de cuerpo sostengan que es una lástima que hayamos rechazado las invasiones inglesas. En ese caso seguramente estaríamos sufriendo las consecuencias de las políticas británicas que han resultado en el casi exterminio de los indígenas en Norteamérica, la segregación racial de la población negra o el apartheid del tipo sudafricano, o bien la imposición del consumo de opio como sucedió en China, o el impuesto a la sal de la India, cuando son los inventores del cuento del libre comercio, que en realidad solo es libre para ellos.
Prefiero pertenecer, como lo dice Rubén Darío en su Oda a Roosevelt, a “la América ingenua que tienen sangre indígena, que aún reza a Jesucristo y aún habla en español”, en la que como dice el poeta nicaragüense “hay mil cachorros sueltos del león español”. Para terminar señalándole al autor de la política del gran garrote: “Y, pues contáis con todo, falta una cosa: ¡Dios!”
Este 12 de octubre, homenajeo a la Hispanidad, que orgullosamente integro, recordando la necesidad de unir los esfuerzos de los pueblos que la componen, como los reyes españoles en la Batalla de las Navas de Tolosa. Para librar esta batalla se habían unido los reyes Alfonso VIII de Castilla, Pedro II de Aragón y Sancho VII de Navarra, los sarracenos duplicaban en número a los cristianos y su arquería hacía estragos en la infantería española. En esas circunstancias, Alfonso toma su estandarte y con los otros reyes españoles se lanza en una carga solitaria contra el enemigo, generando tal entusiasmo en su tropa, que en forma casi suicida atacan a los moros y los derrotan. Sin esta victoria la historia de América no sería hispana ni cristiana.
Pero también tenemos un ejemplo vernáculo de heroísmo, que honrar este 12 de octubre, en que también debemos recordar que don Juan Antonio Lavalleja, prototipo de valeroso soldado de sangre hispano-criolla, obtiene la decisiva victoria de Sarandí, impartiendo la orden de “carabina a la espalda y sable en mano”. Frente a un enemigo más numeroso, mejor pertrechado y entrenado, el coraje y la decisión de luchar con convicción decidieron la suerte de las armas patriotas. Sin esta victoria no tendríamos patria, quizás, solo mereceríamos tumba.