Con el 41% de los votos a nivel nacional y una ventaja considerable sobre el peronismo, Javier Milei emerge fortalecido de las elecciones legislativas, pero el triunfo es solo el comienzo de un desafío aún mayor: gobernar para todos los argentinos en un país profundamente dividido.
La sonrisa triunfal del presidente Javier Milei en la noche electoral contrastaba con la realidad de una Argentina que le exige más que discursos y motosierras simbólicas. Con apenas el 67,85% de participación electoral –la más baja desde el retorno a la democracia en 1983 para unos comicios de medio término–, el mensaje de las urnas es claro: hay victoria, pero también desencanto.
Un triunfo que obliga más que habilita
Los números fríos dan cuenta de un respaldo significativo. El 41% de los votos a nivel nacional representa sin duda una victoria contundente frente al peronismo y otras fuerzas opositoras. Sin embargo, detrás de este porcentaje se esconde una verdad incómoda: en un país donde el voto es obligatorio, casi un tercio del electorado eligió no expresarse.
El nuevo Congreso que asumirá el 10 de diciembre “será fundamental”, según declaró el propio Milei. Las proyecciones indican que los libertarios y aliados contarían con alrededor de 110 legisladores en Diputados y 20 senadores, números que si bien les otorgan capacidad de bloqueo –especialmente para proteger los vetos presidenciales y evitar un eventual juicio político–, distan de asegurar una mayoría propia para impulsar la agenda de reformas prometida.
Esta configuración parlamentaria convierte a los acuerdos legislativos no en una opción, sino en una necesidad imperiosa. Las llamadas reformas de “segunda generación” –laboral, tributaria, previsional– requieren consensos que hasta ahora han sido esquivos para el gobierno.
De la confrontación a la construcción
El discurso de Milei en la noche electoral contenía varios guiños conciliadores, un notable contraste con la retórica incendiaria que lo caracterizó desde el principio de su gobierno. La pregunta que flota en el aire es si se trata de un cambio táctico momentáneo o de una genuina transformación en su estilo de liderazgo.
El presidente enfrenta una triple recalibración:
Recalibración política: debe tender puentes con espacios políticos que hasta ahora había despreciado. La gobernabilidad de aquí a 2027 dependerá de su capacidad para negociar no solo con la oposición moderada, sino incluso con gobernadores peronistas que controlan provincias clave.
Recalibración gubernamental: el gabinete sufrirá una renovación sustancial con la salida de figuras peso pesado como Gerardo Werthein (Cancillería), Mariano Cúneo Libarona (Justicia), Patricia Bullrich (Seguridad), Luis Petri (Defensa) y Manuel Adorni (vocero presidencial). El posible reemplazo de Guillermo Francos al frente de la Jefatura de Gabinete por Santiago Caputo añade otro elemento de incertidumbre, especialmente considerando las tensiones entre Caputo y Karina Milei, la hermana y secretaria general de la Presidencia.
Recalibración económica: aquí reside quizás el desafío más complejo. ¿Estará dispuesto Milei a modificar su plan económico ante las señales de advertencia de economistas afines e incluso del FMI? Su discurso postelectral sugiere lo contrario: “ahondaremos” el plan actual, declaró, refiriéndose a su equipo económico como “colosos”. La pregunta es si la profundización de un modelo que hasta ahora ha mostrado limitaciones será la respuesta que Argentina necesita.
El peronismo: derrotado pero no eliminado
Las elecciones confirmaron lo que las encuestas ya anticipaban: el kirchnerismo sufrió un revés significativo, pero conserva una base sólida de apoyo. La estrecha derrota de su candidato en la provincia de Buenos Aires –por apenas 0,54 puntos porcentuales frente al rival libertario– muestra que, lejos de haber sido aniquilado, el peronismo sigue siendo una fuerza con capacidad de resistencia. Por lo que Axel Kicillof, gobernador bonaerense y figura central del kirchnerismo, sale debilitado, pero no eliminado del tablero político.
La paradoja de la polarización en tiempos de boleta única
Uno de los datos más significativos de estas elecciones fue la consagración de la polarización en un sistema diseñado para moderarla. La implementación de la boleta única papel (BUP) –que teóricamente debería favorecer el voto cruzado y fragmentado– no impidió que la contienda se transformara en un plebiscito entre dos modelos antagónicos: el libertario y el kirchnerista.
Los espacios moderados que pretendían transitar y ensanchar una supuesta “avenida del medio” quedaron hundidos en la intrascendencia. Los argentinos que acudieron a las urnas –recordemos, poco más de dos tercios del padrón– optaron mayoritariamente por reforzar los polos en lugar de buscar puntos intermedios.
El camino por delante: entre la tentación del cheque en blanco y la necesidad de consensos
El riesgo principal que enfrenta Milei después de esta victoria es la tentación de interpretarla como un respaldo monolítico a todo lo hecho hasta ahora y, peor aún, como un cheque en blanco para profundizar el rumbo sin modificaciones. Nada más alejado de la realidad.
Las urnas le han concedido un respiro, un capital político innegable, pero no le han otorgado las alas de la autosuficiencia. El verdadero desafío, que comienza ahora, reside en transformar ese triunfo electoral en una capacidad concreta de gobernar. Este camino exige una articulación legislativa sagaz, tejiendo mayorías ad hoc para cada reforma y aceptando que en una democracia pluralista la gobernabilidad se construye cediendo en algunos puntos para avanzar en otros.
Simultáneamente, deberá emprender la delicada recomposición de su gabinete, buscando siempre el equilibrio frágil entre la lealtad y la competencia, y evitando que las luchas internas por influencia –especialmente esa tensión latente entre el entorno familiar y los técnicos– terminen por paralizar la gestión.
En el frente económico, la ortodoxia deberá dar paso al pragmatismo, reconociendo que el plan de ajuste necesita complementarse con políticas sociales que amortigüen su costo humano, particularmente en un contexto donde la pobreza y la desocupación siguen siendo heridas abiertas. Finalmente, esta nueva etapa demanda una recuperación institucional urgente: reconstruir los puentes con los demás poderes del Estado, especialmente con una Justicia que ha sido blanco constante de ataques desde el oficialismo, será fundamental para restaurar un diálogo sin el cual toda gobernabilidad se vuelve efímera.
La victoria como punto de partida
Milei ha demostrado que su movimiento tiene raíces más profundas de lo que muchos anticipaban. El resultado electoral consolida al libertarismo como una fuerza central en el panorama político argentino, capaz de disputarle al peronismo su tradicional hegemonía.
Sin embargo, el verdadero juicio a su gestión no ocurrió este domingo, sino que comienza ahora. Los argentinos le han dado una oportunidad, pero también le han marcado límites. La abstención récord habla de un desencanto que trasciende colores políticos, mientras que la distribución de bancas en el Congreso le recuerda que, en democracia, gobernar requiere sumar voluntades, no solo imponerlas.
La pregunta que queda flotando en el aire no es si Milei ganó –eso está fuera de discusión–, sino si el líder disruptivo, confrontativo y amante de los gestos grandilocuentes puede transformarse en el constructor de consensos que Argentina necesita. La respuesta definirá no solo el destino de su gobierno, sino el del país en los próximos años.
Milei tiene hoy el viento a favor, pero navegar en aguas turbulentas exige más que entusiasmo: requiere pericia, pragmatismo y, sobre todo, la humildad para reconocer que en política, como en la vida, los triunfos más duraderos se construyen con quienes piensan distinto.




















































