El mundo nos rompe a todos y después muchos se vuelven fuertes en los lugares rotos
Ernest Hemingway, Adiós a las armas
Uruguay es un país acostumbrado a discutir sus problemas estructurales: la inseguridad, la educación, la pobreza, el endeudamiento de las familias. Sin embargo, hay un tema que, aunque atraviesa cada uno de estos fenómenos, sigue siendo tratado como un asunto secundario, casi marginal: la salud mental. La publicación, en el pasado Día Mundial de la Salud Mental, de una encuesta nacional encargada por el Ministerio de Salud Pública (MSP) a Cifra, aporta la dimensión exacta de una crisis silenciosa: el 13% de la población adulta uruguaya –aproximadamente una de cada 8 personas– padece actualmente un problema de salud mental. De ellas, más de la mitad (54%) declara sentir “mucha soledad”, una cifra que se reduce a un 20% entre quienes no tienen estos padecimientos, revelando la profunda fractura social que acompaña al sufrimiento psíquico.
En los últimos años hemos normalizado cifras alarmantes de suicidio, depresión, ansiedad y adicciones, sin dimensionar realmente cómo estas realidades impactan en la capacidad de una sociedad para educarse, trabajar, convivir y progresar. La salud mental no es un tema solo para especialistas, es una determinante social que condiciona el presente y el futuro del país.
Según datos de la Organización Panamericana de la Salud, Uruguay tiene una de las tasas de suicidio más altas de la región, solo por detrás de Guyana y Surinam. Cada año, mueren por esta causa alrededor de 18 personas por cada 100.000 habitantes, un número que duplica el promedio de América Latina. Detrás de ese indicador hay una trama compleja de desesperanza, falta de acceso a tratamientos, estigmatización y, sobre todo, una mirada asistencialista que llega tarde.
Ana Monza, psicóloga y magíster en Educación con una larga trayectoria en gestión pública, lo define con claridad en entrevista exclusiva para La Mañana: “Mientras abordemos los temas de la salud mental y el bienestar con una mirada sanitarista y asistencial, estaremos mirando la enfermedad mental más que la salud mental”. Es decir, estamos esperando a que la gente se enferme para actuar, en lugar de construir condiciones sociales que prevengan el malestar.
La encuesta de Cifra aporta una dimensión más concreta a este diagnóstico: no se trata solo de patologías clínicas, sino de un entramado de sufrimiento en el que la soledad, el estigma y las dificultades de acceso se retroalimentan. Los problemas que más predominan son la depresión (34%) y la ansiedad (32%), y los más afectados son los jóvenes menores de 30 años, las mujeres y los residentes de Montevideo.
Uno de los ámbitos donde más se nota esta omisión es en el sistema educativo. Justamente la franja etaria más afectada, los menores de 30, coincide con la población estudiantil. Según un informe reciente de la Sociedad de Psiquiatría del Uruguay, cerca del 18% de los adolescentes uruguayos presenta síntomas de depresión o ansiedad. Muchos de ellos no reciben atención oportuna, y eso se traduce en deserción escolar, bajo rendimiento o conductas de riesgo.
Monza, quien también trabaja como referente técnico en educación media, señala que las instituciones educativas son espacios clave para la detección temprana y la contención, pero carecen de recursos y de articulación con el sistema de salud. No se trata solo de poner psicólogos en los liceos –aunque eso ayuda–, sino de construir redes que permitan abordar las crisis de manera integral. Cuando un joven abandona sus estudios por un trastorno de ansiedad no diagnosticado, no es solo un problema de salud, es también un problema educativo, y más adelante, laboral y económico. La salud mental es, en ese sentido, un facilitador –o un obstáculo– para el desarrollo humano.
Pero si el sistema educativo es una pieza clave, el contexto socioeconómico es el tablero donde se juega gran parte de la partida. La relación entre pobreza y salud mental es bidireccional y potente. Quienes viven en contextos de vulnerabilidad socioeconómica tienen más riesgo de desarrollar trastornos mentales y, a su vez, quienes padecen estos trastornos tienen más dificultades para salir de la pobreza. Según la Encuesta Nacional de Salud de 2022, las personas de menores ingresos tienen el doble de probabilidades de reportar síntomas depresivos que aquellas de mayores recursos. La reciente encuesta del MSP refuerza este punto al mostrar cómo los problemas se asocian a condiciones de vida estresantes: el 49% de las personas con depresión la asocia a un trabajo estresante con acoso. Y, sin embargo, son justamente ellos los que menos acceso tienen a tratamientos especializados.
Esta brecha de acceso se confirma en los datos: un 17% de los hombres con problemas de salud mental nunca consultó a un especialista (frente a un 3% de las mujeres), y solo el 55% de quienes declaran un problema recibe medicación, con notorias diferencias por género (66% mujeres vs. 38% hombres) y región (58% Montevideo vs. 51% interior).
La falta de psiquiatras, psicólogos y equipos interdisciplinarios en el interior del país es notoria. Incluso en Montevideo, la espera para una consulta en el sistema público puede ser de meses. Mientras tanto, el malestar se cronifica, y con él, las dificultades para mantener un empleo, sostener vínculos o planificar un futuro.
En un país donde el endeudamiento familiar ronda el 40% de los hogares, según el Instituto Nacional de Estadística, la incertidumbre económica se convierte en un factor de estrés constante. La ansiedad financiera no es un tema menor, afecta la calidad del sueño, las relaciones familiares y la capacidad de tomar decisiones a largo plazo.
Pero, una vez más, la respuesta del sistema no está a la altura. La salud mental sigue sin ser vista como parte de una política de protección social integral. Se actúa sobre la consecuencia –como sucedió con el sobreendeudamiento– pero no sobre una de sus causas subyacentes: la angustia que genera la inestabilidad y la falta de perspectivas.
El vínculo con la inseguridad es igual de profundo. Las adicciones, por ejemplo, son un problema de salud mental que suele quedar fuera del radar de las políticas públicas. Monza advierte: “El acceso oportuno al mejor tratamiento indicado para cada situación vital y familiar” es clave, pero no existe. Y añade: “Las sustancias más consumidas en el país no son las ilegales”, refiriéndose al alcohol y los psicofármacos, cuyo uso problemático está normalizado. De este modo, la falta de tratamiento deriva en crisis que, en muchos casos, terminan en situaciones de violencia o delito. Queda claro, entonces, que una política de seguridad que ignore la salud mental está condenada a ser reactiva y superficial.
En un contexto de debate presupuestal, resulta crucial destacar una de las ideas más potentes de la entrevista con Monza: el problema no es necesariamente la falta de recursos, sino su distribución. Uruguay tiene una Ley de Salud Mental (Ley 19.529) que promueve un modelo comunitario, con dispositivos territoriales y enfoque de derechos. Pero su implementación es aún incipiente y desigual. Lo que falta es, justamente, su aplicación en un sentido interdisciplinario y con equidad territorial.
Los datos de la encuesta del MSP, que revelan que solo un tercio de la población se siente informada sobre salud mental y que las fuentes principales son medios y redes sociales –y no el sistema de salud–, son el testimonio de esta falla estructural. Esto implica no solo más profesionales, sino también más articulación entre salud, educación, vivienda, trabajo y políticas de cuidado. Implica reconocer que la salud mental se construye en el barrio, en la escuela, en el trabajo y no solo en el consultorio.
Uruguay tiene diagnósticos, normativas y expertise técnica. Ahora, además, cuenta con la contundencia de números como los de la encuesta del MSP: la soledad como compañera del padecimiento mental, las brechas de género y territoriales en el acceso al tratamiento y la asociación directa entre entornos laborales tóxicos y problemas de salud mental. Lo que falta es voluntad política para entender que la salud mental no es un tema sectorial, sino transversal. Que sin salud mental no hay educación de calidad, ni seguridad ciudadana, ni lucha efectiva contra la pobreza.