Cuando de definiciones se trata, suelo recurrir a la Real Academia Española. Hoy voy a hacer una excepción. Prefiero –por gráfica– la definición de hipocresía de François de La Rochefoucauld: “La hipocresía es un homenaje que el vicio tributa a la virtud”. Pocas veces más cierto que en el caso del homicidio de Charlie Kirk.
Hace más de 20 años escribí un largo artículo titulado “La intolerancia de los tolerantes”, en el que ya hablaba de este tema. Porque la izquierda se llena la boca con los derechos humanos, la tolerancia, la equidad, la igualdad, la inclusión, la diversidad, la justicia social, la democracia, la protección de los vulnerables… Para demostrar después, que son más intolerantes que nadie.
Es lo que vimos en el caso Kirk. La cultura de la cancelación subió un escalón y se erigió en cultura de la eliminación. Algunos izquierdistas –quiero creer que no todos– salieron a festejar la muerte violenta de su adversario político. Otros, dijeron que Charlie “se lo buscó”: que fueron sus dichos a favor de la vida, de la familia clásica, de la educación libre de ideología de género, los que provocaron su muerte. Es como decir que una señorita, por ponerse una minifalda, buscó que abusaran sexualmente de ella… El violento era Charlie, que disparaba verdades como puños; no su asesino, que le disparó un balazo en el cuello…
¿Dónde está el respeto por los derechos humanos? ¿Dónde la equidad, la igualdad, la justicia social, la diversidad, la democracia? ¿No se puede discrepar de los señores “tolerantes”? ¿No admiten que alguien piense de forma diversa y quiera preservar para las generaciones futuras, los principios y valores culturales, políticos o religiosos heredados de sus ancestros? ¿Dónde están el respeto, la inclusión y la empatía? ¿Dónde está ese buenismo a menudo enfermizo y algo amanerado, tan frecuente cuando el muerto no es un enemigo?
Hoy estamos hablando de Charlie Kirk porque fue víctima de la prehistórica “cultura de la eliminación”. Pero podríamos hablar también de millones de occidentales, a los que hoy se les cancela por su incorrección política; a los que se les persigue por sus convicciones religiosas; a los que se impele a la autocensura… Muchos callan porque tienen miedo de perder su trabajo –y con él, el pan de sus hijos–, su honor, su buena fama… ¿Cuántos profesores universitarios se ven obligados a cuidar muy bien cada palabra que dicen –a veces pensando lo opuesto– para conservar sus empleos?
Wikipedia dice que la “cultura de la cancelación” consiste en “retirar el apoyo, ya sea moral, financiero, digital e incluso social, a aquellas personas u organizaciones que se consideran inadmisibles, ello como consecuencia de determinados comentarios o acciones, independientemente de la veracidad o falsedad de estos, o porque esas personas o instituciones transgreden ciertas expectativas que sobre ellas había. Se ha definido como un llamado a boicotear a alguien –usualmente una celebridad– que ha compartido una opinión cuestionable o impopular en las redes sociales”.
No estoy de acuerdo con presentar la cultura de la cancelación como un mero boicot, más o menos inocuo y eventualmente justo. “Retirar el apoyo” sería, por ejemplo, dejar de comprar en el supermercado papas fritas con imágenes de desnudos en la bolsa. La cancelación va mucho más allá. Es una especie de bullying adulto, a menudo acompañado de discursos de odio y desprecio, de estigmatización, de violencia moral desbocada. Las personas que han sido linchadas mediáticamente pagan a menudo un altísimo costo, con frecuencia económico, pero sobre todo moral.
Este “progresismo cancelador” es solo un preámbulo del progresismo eliminador, típico de cavernícolas. El aplauso a los agresores normaliza la violencia y convierte a la claque en cómplice de esa misma violencia que dicen repudiar. Parecería que al final la única diferencia entre ciertos progres modernos y un neandertal es que nuestro progre –empático y buenista– es perfectamente capaz de disimular su barbarie con sofisticados eufemismos.
¿Qué sociedad queremos? ¿Una sociedad de religión progresista, regida por dogmas seculares indiscutibles, donde a quien piense distinto y lo diga se le castigue con la muerte? ¿O una sociedad libre, en la que reinen la verdad, el bien, la belleza y la justicia en sentido clásico? Nosotros queremos esta última, y seguiremos hablando en su defensa. ¡Solo matándonos nos podrán callar!