En anteriores artículos hemos hablado de cómo la energía es uno de los factores determinantes de la competitividad económica de los países y sus industrias, y también una de las razones detrás de las decisiones de los distintos actores del tablero mundial.
Desde 2012, Estados Unidos se ha convertido en el principal productor de energía del mundo, superando a países como Arabia Saudita o Rusia. No solo eso: al analizar los precios, estos se encuentran muy por debajo de los de sus principales competidores. Tenga el lector en cuenta que mientras el precio del gas en boca de pozo en EE. UU. es de US$ 2,5 o 3 por millón de BTU, China paga el gas ruso entre US$ 6 y 8. De más está decir que la industria estadounidense arranca la carrera con una ventaja comparativa tal, que desarma cualquier análisis que proyecte a China superando económicamente a EE. UU. en el corto y mediano plazo.
Ante tal escenario, resulta evidente la importancia de contar en nuestra región con la segunda mayor reserva de gas no convencional del mundo: Vaca Muerta. Esta formación, ubicada en las provincias de Neuquén, Río Negro y Mendoza, es explotada a través de concesiones otorgadas por los gobiernos provinciales a empresas petroleras, entre ellas a la argentina YPF. Esta última es hoy una de las compañías más importantes del país y domina más del 50% del mercado de hidrocarburos.
YPF fue creada en 1922 durante el gobierno de Hipólito Yrigoyen. Con la llegada de Perón en 1945, se transformó en un baluarte de la industrialización nacional, aunque hacia el final de su segundo mandato ya mostraba dificultades para cubrir la demanda interna. Luego del golpe de 1955, y hasta el regreso de Perón, YPF atravesó los vaivenes de la política argentina: desde la apertura total a inversiones extranjeras hasta una vuelta al modelo estatal.
En 1973, durante su tercer mandato, Perón impulsó una asociación entre YPF y Standard Oil de EE. UU. con el objetivo de alcanzar el autoabastecimiento energético. En 1974 falleció Perón, y en 1976 un nuevo golpe militar derrocó al gobierno de Estela Martínez. Se inició así una larga decadencia que culminó con la privatización total en 1999, cuando la compañía pasó a manos de la española Repsol. Esta transformó a YPF en una empresa exportadora, eliminando parcialmente áreas como refinación y distribución interna, y reduciendo la plantilla de 50.000 a 10.000 empleados. Todo un símbolo de época.
Entre 1999 y 2012, YPF distribuyó enormes sumas a Repsol en concepto de utilidades, sin garantizar inversiones mínimas para sostener la producción. Mientras la empresa se descapitalizaba, Argentina volvía a importar gas licuado y aumentaban los subsidios energéticos, generando severos desequilibrios fiscales.
En 2012, bajo el gobierno de Cristina Kirchner, se aprobó la ley de expropiación con más del 80% de apoyo en el Congreso, y el Estado adquirió el 51% de YPF, decisión que hasta hoy le sigue trayendo dolores de cabeza al vecino país.
Es en 2012 cuando su flamante presidente Miguel Galuccio impulsó la explotación de Vaca Muerta mediante fracking, firmando un contrato con Chevron que garantizaba un precio de US$ 6,5 por millón de BTU en boca de pozo.
Ese contrato sentó las bases para futuros acuerdos de explotación con otras petroleras. Las grandes compañías veían con buenos ojos un precio casi tres veces mayor al que se pagaba en EE. UU. No era para menos. La otra cara de la moneda, sin embargo, fue el encarecimiento de la energía para la industria argentina. De hecho, tras un sostenido crecimiento industrial entre 2002 y 2008 del 10% anual, vino una caída por la crisis de 2009, seguida de una recuperación con clara desaceleración que persiste hasta 2025. Si bien dicha caída es multicausal, una de sus razones es, sin duda, el incremento de los costos energéticos.
¿Cuál es el futuro de Vaca Muerta?
El modelo económico argentino ha oscilado siempre entre dos visiones: quienes creen que el desarrollo viene de la mano de la exportación de alimentos –y ahora también de energía–, y quienes sostienen que es imprescindible consolidar una industria manufacturera robusta. Esta tensión es histórica desde la propia conformación del país, aunque hoy adquiere nuevas dimensiones por el contexto internacional. Todo enmarcado, además, en la expectativa de un potencial exportador de Vaca Muerta que podría alcanzar los 30.000 millones de dólares anuales hacia 2030, según proyecciones técnicas.
Sin embargo, es necesario analizar ese potencial en función del escenario geopolítico y económico actual.
Primero, la rentabilidad en Vaca Muerta depende del precio internacional del petróleo. Según diversos cálculos, si el barril cae por debajo de US$ 50-55, el proyecto deja de ser rentable y se detiene la inversión. Hoy, con EE. UU. presionando a la OPEP para que aumente la producción –lo cual ocurre desde marzo de 2025– y una demanda global en estancamiento, los precios podrían caer, comprometiendo la viabilidad del proyecto.
Segundo, los yacimientos de gas y petróleo de esquisto como Vaca Muerta requieren flujos constantes y elevados de inversión, ya que su producción declina rápidamente por la naturaleza del recurso. Este requisito choca con la realidad argentina, que desde 2012 ha recurrido sistemáticamente al endeudamiento externo para financiar su balanza de pagos. Con déficits persistentes y un creciente endeudamiento, el financiamiento es cada vez más limitado, lo que pone en riesgo las inversiones necesarias.
Tercero, están los mercados de destino. En teoría, podrían ser Europa, China o Brasil y la región. Pero Europa cerró su puerta con un tratado comercial por el que se comprometió a comprar US$ 750.000 millones en energía a EE. UU. China también parece fuera de alcance: Rusia, tras perder gran parte del mercado europeo por la guerra en Ucrania, encontró en China su principal comprador. Dada la magnitud de sus competidores y el contexto geopolítico, resulta difícil que Argentina penetre en esos mercados.
Quedaría Brasil y la región, pero aquí surge un dilema: convertirse en proveedor energético de Brasil podría implicar condenar a la industria argentina a la desaparición, ya que se vería obligada a pagar precios internacionales por su insumo más crítico. En una situación macroeconómica desfavorable, eso afectaría su competitividad frente a Brasil, Europa y Estados Unidos. Empresas como Techint o Aluar podrían rápidamente perder rentabilidad y cerrar sus fábricas y acerías.
Ante tales desafíos, y en una Argentina que viene trastabillando hace más de una década y que todavía no parece encontrar un rumbo claro, se vuelve cada vez más urgente un proyecto que aglutine a su clase dirigente –política, empresaria y sindical– y que defina qué rol va a ocupar Vaca Muerta en el futuro. Lo cierto es que la salida exportadora enfrenta enormes desafíos, tanto en energía como en alimentos. En un mundo crecientemente proteccionista y con mercados cerrados, cualquier error puede costarle muy caro a la Argentina, y a la región.
Vaca Muerta puede ser el salvavidas o el ancla de la Argentina. Todo depende del modelo de país que se decida construir.