Es imposible ser indiferentes al fenómeno de José Pepe Mujica. Su vida –o sus múltiples vidas contenidas en 89 largos años– interpela profundamente nuestra uruguayidad, en varios sentidos. Lo hace fatalmente tanto para sus seguidores como para sus detractores.
No aspiro en estas breves reflexiones a abordar en toda su profundidad y complejidad su itinerario y legado. Hay muchos libros, testimonios y esta semana se han publicado en diversos medios excelentes columnas que contribuyen a hacerlo. No intento una apología ni una diatriba. Tampoco reniego de la subjetividad, sobre todo cuando se han mezclado muchas experiencias personales, que en algunos casos ayudan a graficar los conceptos y las ideas que busco transmitir.
Hubo varios Mujica en uno solo. Lejos de preocuparse por encajar en un “pensamiento” o una etiqueta política determinada, parecía convivir gustosamente con esas múltiples personalidades. Hasta para confundir a sus adversarios. No obstante eso, las etapas de su vida estuvieron muy marcadas y diferenciadas. No abjuró de su pasado y eso es algo que muchos le critican severamente. Pero tampoco habitó perpetuamente en ese pasado.
En la Suiza de América, en el país de Maracaná, Mujica no parecía muy afecto a los homenajes. Era un tanguero, pero no un melancólico. Se interesaba por la historia, pero tenía una fijación con el futuro. Indudablemente le atraían las utopías, pero también conocía los ciclos de la naturaleza y los límites que esta impone. Esto lo trasladó también a su acción política, donde convivían el revolucionario y el reformista. Y hasta un darwinista político al que no le temblaba el pulso si tenía que “cortar cabezas”, pero no así un darwinista social, porque se identificó con los más pobres.
Para los politólogos sigue resultando un enigma cómo en muchos barrios humildes del país un porcentaje alto de votantes de Pacheco luego lo fueron de Mujica. Y que en 2019 apoyaran la candidatura del general Guido Manini Ríos en Cabildo Abierto. Algunos dirán “populismo”, más allá de la izquierda y la derecha. Probablemente algo de eso hay, pero no en el sentido simplón y peyorativo que se le atribuye y con el que suelen analizarse muchas experiencias diferentes en el resto del mundo, que hoy parecen en auge, por alguna razón. Tengo muy presente el nerviosismo que generó en ciertos sectores aquella reunión de Mujica y Manini en un campamento de colonos en Toledo Chico en setiembre de 2021 y llevó posteriormente a todo tipo de trapisondas.
Nunca he ocultado que mi acercamiento a la política nacional estuvo determinado por las audiciones de Mujica en Hablando al Sur de radio M24. Tuvo para mí un efecto similar al que seguramente tuvo para mi padre escuchar a Nardone en la década del 50. En la campaña del año 2009 lo apoyé fervientemente, pero no me integré orgánicamente al MPP. Pepe y Tucho Methol Ferré se habían conocido militando en el Partido Nacional en su juventud, luego también lo hicieron en la Unión Popular. Tras el fracaso electoral, sus caminos se bifurcaron hasta entrado el siglo XXI.
Ya el MPP no era más contrario al Mercosur, como lo fue al inicio. Había sucedido en el medio la experiencia de la Concertación para el Crecimiento con la crisis económica del 2002. Mi padre no volvió más al Frente Amplio, del que participó en su fundación con el general Seregni y se fue a fines de los 80, pero adhirió públicamente a la candidatura de Mujica en lo que Delacoste llamó como una “gran interna del herrerismo”, con Lacalle Herrera. Methol Ferré describió a Mujica como un “Herrera de los pobres” y por supuesto no cayó bien en muchos de sus amigos blancos.
Mi padre falleció el 15 de noviembre de 2009, una semana antes del balotaje. En el velorio, Mujica apostó que si salía presidente iba a arreglar a la brevedad el problema del puente cortado con Argentina por el asunto de la papelera Botnia. Y cumplió. Recuerdo también el entusiasmo y la emoción que me generó su discurso de asunción, que escuché por altoparlantes en avenida 18 de julio. Esta expectativa con la mentada transformación productiva y educativa, que parcialmente logró algunos hitos como expandir la fibra óptica, el clúster naval y la UTEC, fue frustrada por otra agenda, no explicitada en la campaña, de carácter globalista, financierista, malthusiana e identitaria.
Aquello no me impide pensar que Mujica fue el primer presidente latinoamericanista de nuestro país que tuvo una repercusión continental y mundial. En realidad, el primer latinoamericanista podría decirse que fue Eduardo Víctor Haedo, integrante del Consejo Nacional de Gobierno en 1961. No es casualidad: ambos abrevaron del revisionismo histórico de Luis Alberto de Herrera, profundamente solidario y tributario de lo hispanoamericano. No hay dudas de que en Mujica impacta hondamente la Revolución cubana, posteriormente su amistad con Hugo Chávez y con Lula da Silva, y todo esto se amalgamó en un latinoamericanismo mezcla de lo nacional, lo popular, el socialismo, el desarrollismo y el progresismo.
El impacto fue tan fuerte que la izquierda uruguaya se latinoamericanizó prácticamente del todo, aunque es una izquierda hegemonizada por el MPP, que sin embargo es muy metropolitana y poco rural. Pero al mismo tiempo los partidos tradicionales, más arraigados en el interior, se vieron empujados a ponerse en la vereda contraria a la “Patria Grande”, aun recelando de la visión americanista de muchos de sus principales líderes históricos de divisa y del propio federalismo de Artigas.
Pero lo que desvelaba a Mujica era que al integracionismo le faltaba encarnar en los pueblos, no con simples visiones intelectuales sino a través de la cultura. No para sostener una ideología común, sino para conformar un bloque con voz e incidencia en las decisiones mundiales, con capacidad de cooperar para resolver problemas comunes en el continente. El intercambio estudiantil, universitario, un Erasmus regional, aparecía como una oportunidad que veía con interés. Vaya si esto será importante en un país que ahora les abre las puertas a las familias de inmigrantes latinoamericanos.
En el umbral
“Cada uno de nosotros es, sucesivamente, no uno, sino muchos. Y estas personalidades sucesivas, que emergen las unas de las otras, suelen ofrecer entre sí los más raros y asombrosos contrastes (…). El que vive racionalmente es, pues, aquel que, advertido de la actividad sin tregua del cambio, procura cada día tener clara noción de su estado interior y de las transformaciones operadas en las cosas que le rodean, y con arreglo a este conocimiento siempre en obra, rige sus pensamientos y sus actos”.
Estos principios filosóficos escritos por José Enrique Rodó en Motivos de Proteo (1909) son absolutamente válidos también para abordar la figura de Mujica. Su trayectoria tiene puntos de contacto con la contraépica de la Ilíada griega –una obra que citaba a menudo–, la que no propone un héroe idealizado, sino atravesado por el pathos, el destino y la superación.
Fue un estoico y a su modo también un rodoniano, que no pudo llegar al umbral de la fe. Pero, para escándalo del Uruguay laicista y la izquierda anticlerical, Mujica se consideraba un “admirador político de la Iglesia Católica, apostólica y romana”. Reconocía la obra civilizadora “gigantesca” que realizó en América Latina y la participación en la construcción de nuestras nacionalidades. “En el dilema de la vida y muerte necesitamos creer en algo más allá, que no se corrompe”, dijo en una entrevista con el periodista Alver Metalli.
La afinidad de Mujica con el papa Francisco no fue solamente por una coincidencia generacional y cultural rioplatense. Cuando viajó como presidente a Roma en 2013 algunos le recordaron que tanto él como Jorge Bergoglio habían sido cofundadores de la Asociación Alberto Methol Ferré dos años antes. Al saludarse recordaron al amigo en común que ya no estaba, que les “abrió la cabeza” y les “ayudó a pensar”. A partir de allí establecieron un vínculo muy estrecho y una sintonía especial.
Paradójicamente, mientras Mujica adquiría fama internacional por su austeridad y prédica contra el consumismo y a favor el cuidado del ambiente, en nuestro país surgía la propaganda del “nuevo uruguayo”, precisamente la exaltación del ciudadano-consumidor, en un país donde no se lograba revertir la fragmentación urbana y el avance del narcotráfico a pesar de la bonanza económica. Propuso el Plan Juntos de integración socio-habitacional, que luego continuó el gobierno de la coalición republicana, con la idea de que los beneficiarios de los planes sociales no sean meros receptores de ayuda, sino que participen y se organicen comunitariamente.
Finalmente, de entre todas las facetas de Mujica destaco que, en sus últimas décadas, buscó la reconciliación de los uruguayos. Lamentablemente, en este punto, todavía no ha sido escuchado lo suficiente. Lo más fácil es ser “mujiquista” con beneficio de inventario, omitiendo o despreciando aquello que desagrada de su prédica. O ser “anti” y hacer de cuenta que todo es una impostura. Pero su mensaje, en este sentido, transciende banderas y partidos políticos. Nuestra sociedad, mientras tanto, sigue ensimismada en odios del pasado.
No es un homenaje a Mujica, aunque lo escribí desde el respeto y el afecto. Es tratar de entender a través de su figura aquello que nos interpela en la comodidad de nuestra uruguayidad.